El domingo, justo antes de empezar a ver el debate de alcaldables, acabé de leer Walking with Destiny, la biografía maratoniana y completísima que Andrew Roberts ha publicado de Churchill. En las últimas páginas, el libro recoge algunas de las valoraciones que los políticos hicieron a la prensa en motivo de la muerte del legendario Primer Ministro. 

Como el resto del libro, Roberts no se permite escribir ni una línea sin intención, y recuerda que Clement Attlee afirmó que la virtud más importante de Churchill había sido la vitalidad. A pesar de que Churchill todavía fumaba puros en el hospital, cuando apenas podía reconocer al General Montgomery, Roberts coge la declaración del líder laborista para ilustrar hasta qué punto se suele banalizar el genio de su héroe.

La fama de Churchill pone en evidencia que la gente sencilla tiende a sentirse atraída por la vitalidad y por la inteligencia. Pero Roberts explica muy bien que la virtud principal del líder inglés fue el coraje físico. El mismo Churchill decía que la única virtud que realmente permite desarrollar todas las otras es el valor ante la muerte. El libro lo explica con un abanico de anécdotas riquísimo.

A lo largo de la biografía, Roberts se para a describir con oficio y sin estridencias cada vez que Churchill se jugó la piel en el campo de batalla, en los viajes en avión, durante los bombardeos de Londres e incluso en las horas de ocio. Desde joven, el político hizo sufrir a su entorno con acciones que podían parecer imprudentes, pero que incluso en los casos más extremos se pueden entender como el fruto de su necesidad de mantener la capacidad de pensar bien en situaciones de riesgo. 

Churchill aparece como un hombre de cualidades medievales en una sociedad marcada por el narcisismo del hombre moderno, que vive como si todo se tuviera que construir desde fuera hacia adentro (ilustración) o desde dentro hacia afuera (romanticismo). A diferencia de la mayoría de sus colegas europeos, Churchill creía en el Destino, pero creía de una forma que le permitía llevar la iniciativa sin forzar las circunstancias, asumiendo que a la vida le pasarían cosas buenas y malas, al margen de lo que él decidiera.

El Churchill de Roberts hace pensar en Game of Thrones, esta serie que mata a los héroes cuando se vuelven complacientes. Churchill aparece como un hombre que supo estar por encima del papel que su condición social, la historia de su país e incluso su carácter lo empujaban a jugar. El líder inglés parecía entender que las virtudes no son constantes y que hace falta mucha determinación y cerebro para que puedan llegar a hacer su función suprema, cuando lo permite una época o una circunstancia.

Ni en los momentos de intemperie, ni en los de máxima felicidad personal, Churchill no cayó nunca en la trampa de soltarse y de traicionar, en un ataque de vanidad o desesperación, la imagen de él mismo. Después de la Segunda Guerra Mundial, se lamentaba que con la introducción de la bomba atómica el pensamiento del hombre había quedado dominado por el miedo por primera vez en la historia, como si ni siquiera él no pudiera evitarlo.

Pensaba en ello mientras veía el debate de alcaldables y todavía lo pienso ahora cada vez que veo aparecer un político catalán del régimen de Vichy en la televisión. Como que yo nací, por historia, con el miedo en el cuerpo no me cuesta reconocer la facilidad insidiosa con la cual se infiltra en la actitud y el pensamiento de los otros. Desde que empecé a leer, he visto como Europa se consumía en el mismo miedo que viví en mi familia y como el ogro español se alimentaba de él de forma desmesurada.   

Mientras los políticos nos prometen fórmulas vacías de vida indolora, yo veo como nos abocan cada día más a una situación en la cual volverá a contar más de lo que resulta humanamente recomendable la manera de morir. Sabemos que el hombre juega con fuego, y sabemos que la política lo atiza cuanto más dice que se esfuerza por apagar-lo. No debería que hacer falta otro Churchill para comprender que la vida se impone siempre al miedo, incluso cuando necesita reducirlo todo a cenizas para renacer.