Catalunya me recuerda cada día más una dicha ochocentista, muy explotada en tiempos de Franco, que dice: Barcelona és bona si la bossa sona. [Barcelona es buena si la bolsa suena]. Ahora no sabría decir si era una sección fija de Destino o una frase que la revista repetía con el optimismo ciego de la prensa. Solo recuerdo que cada vez que tropezaba con ella buscando algún artículo para la tesis, me venía a la cabeza el desencanto de mi abuelo.

Muy a menudo, sin que viniera a cuento, en medio de un paseo por el bosque o de alguna conversación sobre fútbol –cuando preparábamos la quiniela del fin de semana–, mi abuelo decía: "yo solo me creo lo que veo, Enric". Hablo de hace años. Franco ya almorzaba con los gusanos del Valle de los Caídos, pero yo todavía era un niño.

En aquella época no destacaba por mi inteligencia, ni daba señales de gran precocidad. Aun así, cada vez que mi abuelo sacaba a relucir su pragmatismo, veía nacer dentro de mí un filósofo implacable, que no conocía. Pensaba que justamente era todo lo contrario, que es mucho más inteligente creer en cosas que no se ven, aunque sean pocas

Los ojos y la boca se me abrían de estupefacción y me preguntaba cómo era posible que un hombre que me quería tanto estuviera tan equivocado. Yo, que normalmente soy un bocazas, no decía nada para evitar hacer más gorda la herida. En el fondo, ya veía que mi abuelo lo decía por orgullo, a pesar de que entonces no tuviera una idea clara de qué era el orgullo ni conociera la historia que lo había convertido en un buñuelo indescifrable de sentimientos.

A mi abuelo lo salvaron las películas del oeste y las novelas de Alexandre Dumas que me contaba en las sobremesas de Caldetes y Masnou. Tenía la manía de recordarme que d'Artagnan había muerto en una explosión mientras leía la carta que finalmente lo nombraba mariscal. Pero por suerte yo era lo bastante ingenuo para tomarme la historia al pie de la letra y para pensar que un día malo lo puede tener cualquiera.

El dinero se ha convertido en un consuelo de pobres, como el alcohol o las pastillas antidepresivas

Ahora miro a mi alrededor y pienso en mi abuelo y en aquella frase que gustaba tanto a los periodistas de Destino: Barcelona és bona si la bossa sona. Siempre me pareció una forma de hurgar en el corazón de los catalanes para recordarles la derrota personal que se deriva de toda derrota colectiva. Al final, lo que castró a mi abuelo no fue la guerra, que navegó como pudo, sino el materialismo sórdido que vino después.

Como en la Barcelona de Destino, ahora parece que el dinero se ha convertido en la medida de todas las cosas. Todo el mundo va loco por la pasta para intentar mantener la fachada, pero sobre todo para no pensar y no amargarse. Todo el mundo pilla lo que puede como cuando un barco se hunde, pero sin osar pensar que el barco se hunde, ni prepararse para el naufragio. El dinero se ha convertido en un consuelo de pobres, como el alcohol o como las pastillas antidepresivas.

Lo veo en Twitter, que dicen que es una cloaca, pero también lo veo a mi alrededor, entre las personas con las que me relaciono o que quiero. En las instituciones hay prisa para la gente se coma la sopita de la derrota, y en la calle hay prisa para encontrar consuelos que disfracen el chasco o que lo hagan más pasable, aunque sean de estraperlo. El pasado se ha convertido en una carga y gastárselo en el FNAC es una manera fácil de romper.

Mi abuelo no quiso meterse en el banquete de cuervos de la posguerra, pero no pudo evitar salir de ahí malparado. De momento, yo contemplo el mercado de despojos a distancia, atrincherado detrás de un caserón que no era suyo pero que cuidó y protegió como si lo fuera, cuando todo se hundía con más mala leche que ahora. Desde aquí es fácil ver que, en una sociedad rota, sometida a un presente continuo, el dinero puede servir para todo y no servir para nada.

Los fines de semana, mi abuelo compraba un surtido rico de revistas para tener a mi abuela entretenida y, si podía, sacaba el coche. Después, se concentraba en el negocio, cada vez más ahogado por el mundo de cartón piedra que construyó el franquismo.