Todo lo que pasa y pasará en Catalunya en los próximos años ya lo aprendí en el parvulario un día de Carnaval. Mis padres me vistieron de Corsario Negro, mi héroe de la isla de las Tortugas, y me compraron una espada con la espina dorada y el puño turquesa.

La escuela estaba en una casa modernista de la avenida Tibidabo que parecía diseñada por un pastelero alemán. Como hacía buen día, los maestros nos sacaron a jugar al patio y enseguida se montó un torneo de esgrima entre los chicos que llevábamos espada.

Para evitar las envidias y los conflictos, los maestros pusieron reglas al juego y nos obligaron a incluir al resto de la clase. Payasos, brujos, cowboys, astronautas, banqueros, curas, incluso un compañero que se había disfrazado de Dumbo se apuntó al torneo. Cuando un espadachín quedaba eliminado, cedía su arma a un pobre farsante.

Con mi espada fui liquidando a los adversarios, dentro de un círculo que hacían los profesores y el resto de niños. Ni Dick Turpin ni Sandokán tuvieron nada que hacer contra la velocidad afilada de mi esgrima. Mi padre me había enseñado a utilizar la capa para desviar los golpes más difíciles, y en casa de mis abuelos había visto a Stewart Granger encaramado en una barandilla de la ópera de Milán interpretando a Scaramouche. 

El círculo se empezó a romper en las semifinales y cuando llegamos al combate decisivo el campo de juego ya era toda la casa, que tenía dos abetos, un corral con dos gallinas y tres pisos luminosos, perfectamente enladrillados, llenos de vitrales y columnas. Mi adversario era un chico bajito que dominaba a los gigantones del curso con su inteligencia cínica y manipuladora.

Sus padres, que eran unos pedantes, lo habían disfrazado de Charlot y lo primero que hice fue hacerle saltar el sombrero y esparcirle el hollín del bigote con la punta de la espada. Como le habían dejado una arma de chicha y nabo, y no quería que tuviera excusas, dejé la mía en un paragüero y pedí una igual de mala para poder estar en igualdad de condiciones. 

El combate se alargó. Con aquellas espadas de bazar chino que se doblaban como una merluza, ninguno de los dos no conseguía una estocada clara sobre el adversario y empezamos a perseguirnos por la casa, saltando y corriendo entre ays y uys de los profesores. Mis amigos supongo que querían que ganara, pero no entendían por qué habían caído eliminados antes que yo y la distancia que me iba alejando de ellos me hacía cada vez más rápido y más diestro.

Charlot tuvo sus ocasiones, y me estuvo a punto de clavar la espada después de hacerme la zancadilla, pero al final gané yo porque no quería la victoria para fardar ante la clase, sino para celebrar a mis héroes con el mundo. Cuando fui a recoger mi espada de oro, una maestra me dijo: “Estos collares que llevas, Enric, son de señorita más que de corsario. ¿Por qué no se los das a Fanny, que se ha disfrazado de multimillonaria?". 

Sin pensármelo le di los collares a Fanny, extrañado de que el disfraz que me habían comprado mis padres incluyera accesorios equivocados, pero convencido de que la maestra sabía muy bien qué hacía. Antes de cenar, mi madre entró en la habitación y me miró de la manera en que las madres miran a sus hijos cuando se comportan como bobos pero todavía tienen un futuro.

—Enric, hijo, no hagas demasiado caso de las cosas que digan o hagan los demás, sobre todo cuando los acabas de dejar con un palmo de narices.