He sabido que había muerto mientras estaba en el gimnasio haciendo bicicleta estática para recuperar la fuerza de mi pierna izquierda. Por las necrológicas he entendido que había recibido un mal golpe en un entrenamiento de boxeo y que había pasado dos meses estériles en un hospital. La noticia me ha tocado por un detalle tonto, comparado con el drama y los elogios que leía en los artículos.

Tenía 49 años y me he acordado de un amigo que, en septiembre, cuando me vio con muletas me preguntó por qué saltaba a las piscinas como un jovencito pudiendo bajar tranquilamente por las escaleras. Quizás si la muerte se hubiese entretenido un poco no lo habría pillado en el ring, porque la distancia con sus aficiones ya habría sido otra. El azar también nos forja el destino, por más inteligencia que pongamos en controlarlo.

Me ha afectado que estuviera a punto de hacer los cincuenta y saber que, en la cumbre de su carrera, se acababa de comprar un piso enorme, con muchas habitaciones, y unas vistas estupendas al Retiro. Durante la década de los cuarenta parece que la vida vuelva a empezar pero sin la ingenuidad y las pasiones encendidas de la adolescencia. El espíritu todavía se siente joven, pero el cuerpo ya sabe muchas cosas y no responde igual que antes. Esto da sorpresas y algunos errores de cálculo.  

Cada edad tiene su épica, pero la década de los cuarenta es un campo tierno para la literatura. A medida que te acercas a los cincuenta, la vida te da una idea cada vez más fiable de los límites de tu mundo y de tu inteligencia. Las ambiciones que te motivaban van dando un resultado más o menos claro y definitivo. Los éxitos pierden importancia, igual que los traumas y las frustraciones, y tienes que aprender a llenar los vacíos con más sinceridad y menos ingenio.

Mientras pedaleaba me lo imaginaba en su nuevo piso contemplando las inseguridades y las tormentas que había dejado atrás. Si haces las cosas bien, como dicen que las hacía, los silencios del niño reprimido que llevamos escondido se liberan hacia esta edad del miedo que da decepcionar a los padres y te descubren aspectos de ti mismo que ni conocías. Me parece que si la estabilidad y la paz de espíritu pueden llegar a parecer un rellano real en algún estadio de la vida es justamente cuando atraviesas la frontera de los cincuenta.

No lo leía demasiado, ni creo que fuera un periodista valiente como dicen sus amigos ―tal como va el mundo no te compras un piso con vistas al Retiro escribiendo contra los que mandan―. Pero tenía pocos años más que yo y las batallas que cuentan los diarios me han hecho pensar en mi vida. Hace semanas que doy vueltas a una frase de Muhammad Ali, que decía que no son los enemigos quienes tienen capacidad para pararte, sino tus descuidos y tus puntos débiles. 

Hacerse mayor tiene mala fama, porque con la edad aumentan las posibilidades de ponerse enfermo o de perder la fuerza que permite mantener la independencia, el dinero y los amigos. La idea de ver la guadaña cada vez más grande, mientras la parca aguarda el momento de venir a buscarte, pone la piel de gallina. Pero en ninguna parte no está escrito que envejecer tenga que ser como estos cuadros barrocos que el Escorial subvencionaba para asustar a los campesinos.

He leído que se había muerto mientras pedaleaba aburrido una bicicleta que no iba a ninguna parte y de repente me han venido unas ganas pintorescas de ponerme en forma para intentar atravesar entero y en paz la frontera gloriosa de los cincuenta años.