Este sábado cenamos en el Barcelona-Milano, un restaurante de la calle Villarroel. Teníamos previsto probar un coreano que vi en la calle València un miércoles a las ocho de la noche. Estaba lleno de asiáticos hambrientos, que asaltaban la comida como si estuvieran en un picnic de fin de semana. Me acordé de los gallegos baratos, que también atraen a una clientela tribal y homogénea, que aplaude los platazos.

Como que era tarde y había sido un día intenso comentamos que era mejor dejar que el estómago descansara. Después de navegar entre tantos discursos demagógicos, queríamos una cosa genuina pero ligera, que no añadiera más confusión al mundo. Cerca de mi casa han abierto un restaurante danés que regentan dos chicas argentinas. El cocinero sueco parece que es muy diestro preparando ensaladas de salmón.

El Barcelona-Milano también da más pan que queso. Es un restaurante de estos que lo aprovechan todo para hacer negocio. Tiene una idea hortera de la modernez que me recuerda a Manuel Valls, pero hay un par de platos que cocina bien. “Comeremos unos espaguetis a la carbonara y un par de croquetas de sepia y de asado”, dije, sin admitir oposición.

Mientras pedíamos los platos, recordé que Andrea Levy ha dejado el Parlament y que quiere hacer carrera en Madrid. Cuando el camarero se hubo marchado, le dije a mi acompañante: “Hoy probarás el mismo menú que una líder del PP”. En una circunstancia menos amable habría sido un comentario poco sexy de hacer, pero el paladar te hace receptivo a imaginarios que nunca te pararías a considerar en frío.

La gastronomía unifica, conecta realidades que la política tiene tendencia a separar para satisfacer sus intereses gallináceos. La buena cocina despierta la imaginación y te pone en relación con la humanidad sin que tengas que traicionar ningún aspecto de tu vida.

Me hizo gracia volver a comer los platos que pedíamos cuando veníamos con Andrea y había la esperanza de que no pasara todo lo que ha pasado. Dos nietas de exiliados, ligadas por un plato de espaguetis carbonara. Una, independentista de toda la vida; la otra, enamorada de una España que no es más real que la República Catalana que defienden los bomberos de la Generalitat.

Los espaguetis llegaron tal como los recordaba. Estaban bañados en una salsa de huevo tan refinada que hacía pensar en la textura de la crema inglesa, aunque no tuviera nada que ver con ella. En vez de recurrir al bacon habitual, el restaurante sirve la carbonara con guanciale, una carne que solo se cura en Italia y que te hace ver el país de Donald Trump como una tribu de salvajes.

No sé hasta qué punto la ingesta de pizzas y de pastas de baja calidad ha contribuido a alejar a los catalanes de Italia. A veces da la impresión de que cuando no tenemos que pasar por Madrid debemos pasar por Nueva York, incluso para ir a la esquina. Cuando nuestros cocineros interpreten los productos provenzales mejor que los de París, Barcelona tendrá más números para convertirse en el puerto del sur de Francia.

La cocina, cuando está muy hecha, ordena las jerarquías y te recuerda que la democracia funcionaría mejor si la política fuera más artesana. La cocina te recuerda que todo es posible si los ingredientes son buenos y se tratan con respeto. El estómago detecta la vulgaridad antes de que el cerebro, porque el cuerpo tiene una memoria más compleja que no nuestra inteligencia consciente.

Con los espaguetis del sábado podría defender la autodeterminación y el imperio hispánico y por qué estoy contento de que la Levy se vaya a probar suerte al Ayuntamiento de Madrid. Con la carbonara de bacon y crema de leche, me costaría viajar con los sentimientos. Supongo que me haría pensar en la pasterada que ha dejado la España de la Transición y los discursos holográficos que nos sirve Oriol Junqueras.

A veces cuando los hombres se encuentran en falso recurren a la cocina para mirar de consolarse y de reconciliarse con ellos mismos, con la parte que han degradado. Pero quizás es mejor mirar de hacer las cosas que te importan como si cocinaras un buen plato. No somos solo lo que comemos. También somos lo que ponemos en la mesa. En nuestra mesa y en la de los otros.