Tanto si abro Twitter, como si leo la prensa de papel, veo que los actores del casino político se aferran de manera cada vez más histriónica a las imposturas y las jerarquías del antiguo gueto autonómico. Me siento como en 2009, cuando le dije a Alfons López Tena que no podía continuar el libro que habíamos empezado porque nadie lo entendería. Parece que todo nos empuja a otro procés todavía más confuso y destructivo.

En el lío de mentiras y de autoengaños que llevaron el mundo de CiU, y a buena parte de La Vanguardia, a abrazar el primer procés había un punto de luz. La fuerza de la gente generaba una energía que se podía aprovechar. Entonces, pocas personas influyentes creían que Catalunya se pudiera separar de España, pero casi todas creían que podrían sacar beneficios del conflicto con Madrid.

Ahora nadie espera nada de nada. La mayoría nada y guarda la ropa, mientras mira de reojo a los 600.000 abstencionistas que pasan de los partidos pero que no están ciegos ni sordos del todo. La oficialización del gaélico, por ejemplo, nos ha vuelto a recordar que somos una reminiscencia de la Europa nazi. Todo el mundo sabe que sin Hitler y Franco el catalán sería oficial en Bruselas, pero todo el mundo sabe que de momento no tenemos hombres para aprovecharlo.

La política autonómica acabará haciendo con el prestigio de la democracia y de la libertad lo mismo que hizo con el prestigio de la independencia

La política se ha vuelto tan sórdida que el único motor que todavía mueve a sus actores es el canibalismo. Oriol Amat, el rector de la Pompeu Fabra que ahora quiere expedientar a Hèctor Bofill, estaba en la lista electoral que había prometido hacer la independencia en dieciocho meses. Lo recuerdo porque cuando tenía asegurado el escaño se descolgó declarando que la solución ideal para Catalunya era conseguir volver al Estatut del 2006.

Me parece que, en aquella época, Bofill ya había empezado a abrazar la retórica procesista para intentar escalar posiciones en la administración, primero a través de ERC, y después a través de Puigdemont. Bofill siempre ha pensado que la independencia se tiene que hacer con una guerra. Lo tiene escrito en libros y en artículos. El tuit de la covid no puede haber cogido por sorpresa al equipo de la Pompeu, ni mucho menos a Amat, que hace años que se arrastra por el mundo sociovergente, de la mano de Mas-Colell y de Artur Mas.

Amat es un hombre de segunda fila, es un señor de estos que sirve para tirar globos sonda y para engrasar los temas de debate que el sistema necesita impulsar. Es un poco como Fèlix Riera o como Miquel Puig, que empezó en la órbita convergente y que ahora está en la órbita republicana haciendo el mismo discurso de orden de siempre. Amat es un hombre que no cobra por tener ideas propias, sino para representar el sentimiento oficial de cada momento y hacer de cabeza de turco con dignidad.

Quizás por eso, lo que me ha llamado más la atención de este episodio es que haya inspirado el coraje de Jordi Graupera, que ha pedido la dimisión de Amat de manera descarnada en Twitter. Graupera hace tiempo que mide muy bien sus apariciones, es como si esperara que la historia le hiciera el trabajo. El otro día salió en TV3 diciendo que los “demócratas” tenemos que hablar tan claro como sea posible, y cualquiera podía ver que donde decía “los demócratas” hace unos años habría dicho “los catalanes”.

En el mundo oficial todo el mundo intenta encajar su discurso en el relato general español. Escuchando a Graupera en TV3, o a Maria Vila en el programa de Cuní, muy a menudo pienso que la política autonómica acabará haciendo con el prestigio de la democracia y de la libertad lo mismo que hizo con el prestigio de la independencia. Es la situación que buscan los socialistas, que siempre han tenido una tirada al falangismo, y que sólo podrán contener a Vox si pueden castrar el imaginario catalán.

A Salvador Illa y a Pedro Sánchez les conviene que el mundo de convergencia lance contra ERC el odio y la frustración tribal que en los buenos tiempos de Mas los partidos catalanes lanzaban contra España. La bofetada que Salvador Sostres le dio hace unos días a Jaume Giró en un artículo en ABC iba en esta dirección. Giró ayudó a Sostres a hacer el salto a Madrid y a escribir en castellano, pero ahora se ha vendido su digital de pijos a Guillem Carol para poder decir que tendremos un referéndum más pronto que no pensamos.

Sostres le dice que todavía lo aprecia, pero que si quiere que le haga artículos bonitos tiene que dejar de utilizar la fragilidad del Estado para intentar hacerse un prestigio. En el régimen de Vichy, los políticos y los articulistas catalanes solo pueden jugar con la fragilidad de su país y venderse las joyas de la abuela. El caso Bofill, pues, es una expresión más de esta dinámica que intenta contener los problemas españoles a través de las dialécticas más caníbales del pujolismo.

La cuestión es que con corbata o recogiendo cartones, todos sois negritos de España, como por cierto ya había escrito Marc Álvaro alguna vez, antes de alquilarse el culo en La Vanguardia.