Desde que te marchaste, la caída de la tarde se me llena de fantasmas que me hinchan la cabeza y me cuchichean en la oreja cosas que apenas entiendo. Es verdad que vivo en una especie de desorden cósmico, como si un avión se hubiera estrellado contra la pared del comedor y todavía esperara que vinieran los bomberos y tuviera que vivir con el agujero y los trozos de carne mezclados entre los escombros. Pero la caída de la tarde siempre había sido para mí un bálsamo, el mejor momento del día. 

Cuando el sol baja y los edificios crecen, y las flores parece que devuelvan las sobras de la luz que han recogido durante el día, suelo buscar una excusa para salir a la calle a dar un paseo. Me gusta ver como todo el mundo circula electrizado por las ganas de acabar el día y de abandonarse dulcemente a las corrientes más íntimas y espontáneas de la vida. La luz da a las escenas una vibración ambigua y es fácil saborear el valor poético de los detalles cotidianos y también su naturaleza insignificante y huidiza.

Incluso en las épocas difíciles, la luz menguante del final de la tarde me ayudaba a disolverme en el mundo. Era un poco como cuando entras en una piscina silenciosa o te das una buena ducha. Salía a pasear y me relajaba, contemplaba la procesión de cosas que pasaban ante mí y dejaba volar los pensamientos de constatar que nada depende demasiado de mí. Me gustaba sentirme insignificante ante el ocaso de otro día, relativizaba la pasión que pongo en defender las cosas que quiero.

Desde que tú no estás, pero, la caída de la tarde se ha vuelto difícil y el barrio parece un bosque de Transilvania en una noche de luna llena. En todas partes veo espectros y siento el aullido del pasado. A veces es un pasado tan próximo que parece que todavía le oigo el latido y, a veces resulta tan remoto, que es como si me quisiera decir alguna cosa. No es solo que piense en ti y que te vea en cada escaparate y en cada paso de peatones. También pienso en mi padre y en mis abuelos y en el significado de las cosas que hemos vivido

El otro día, en un banco de Diagonal, me paré a leer un artículo que Borja Vilallonga ha escrito en el Temps sobre el Mas de Josep Pla. Justo delante, tenía la tienda que la marca Hackett abrió hace un par de meses, justo cuando tú empezabas a irte. No hace mucho me probé una camisa blanca que me hizo pensar en aquellas que me compraste en el Corte Inglés, también de esta marca, hace años, con la esperanza que me acostumbrara a vestir bien.

En el artículo, Borja contaba por qué se ha marchado de Barcelona y se ha instalado en Llagostera, a través del caso de Pla. Escribía que, en la capital del país, las dimensiones de la derrota se viven de una forma demasiado descarnada. Se quejaba de que “poco se comprende el impacto que una derrota puede tener sobre la psicología y la mentalidad de un pueblo y los individuos que forman parte de él”. Recordaba que no fue solo Pla quien buscó su libertad lejos de Barcelona. Rodoreda se instaló en Romanyà volviendo del exilio. 

Es verdad que cuando un país es ocupado la fabricación de la realidad se subvierte de forma tan constante y tan profunda que la vida interior queda fácilmente encadenada a la miseria exterior, hasta marchitarse. En un país que no es libre, las debilidades degeneran más deprisa y las ausencias se vuelven más violentas porque son más difíciles de substituir. Yo todavía tengo para mí que marchaste ―un 18 de julio, curiosamente― porque no querías volver a vivir sin papá una repetición de lo que ya habías vivido.

Aun así, con 25 años que hace que vivo por mi cuenta, he dado suficientes vueltas para saber que este barrio es mi casa. Estos días que estoy tan receptivo, cada escena que veo por la calle me transporta a un recuerdo que había olvidado que tenía. En el Eixample vivieron mis abuelos y mis padres e incluso mis bisabuelos. Aquí vencimos el siglo XX y aquí levantamos el mundo que me ha permitido comprar un buen piso y escribir sin convertirme en otro payaso.

A veces, cuando veo el panorama, me siento igual que Bambi después de haber enviado a su madre a morir en manos de cazadores furtivos. Cuando el final de la tarde se llena de fantasmas, me pregunto si no te hubiera tenido que proteger mejor de las cosas que sabía, puesto que no podía protegerte de las cosas que no sabía. Me sabe mal haber sido tan lento y que todo me haya costado tanto. Pero en este trozo de ciudad tengo mis raíces y mis fantasmas y lo perdería todo si, para escabullirme, lo entregara a los bárbaros.