Aunque el bichito amarillo de Wuhan desapareciera de un día para otro, la economía española difícilmente se recuperaría. Hemos chocado contra una pared y no solo hemos perdido la velocidad que nos daba la inercia de la historia, y la ventaja de encontrarnos en el centro del mundo, rodeados de países fuertes y ricos. Además, la competencia nos ha visto el plumero y nos ha perdido el respeto. 

Los cambios tecnológicos irán convirtiendo la democracia en un folclore y dudo que ni siquiera una debacle de las magnitudes del siglo XX sirviera para hacerla avanzar. El capitalismo ha vuelto a llegar a su fase totalitaria. Hemos perdido la posición ante los países asiáticos y tendremos suerte si podemos conservar unas condiciones materiales que preserven un margen decente para el individualismo.

No recuerdo haber tenido nunca tantas ganas de equivocarme, ni de ver triunfar una jugada de póquer de mi propio gobierno. Es normal que España juegue con fuego para controlar la población, y para salvar las viejas jerarquías, pero los partidos de la Generalitat ponen en peligro la propia existencia del país con su política de discursos vacíos y paternalistas. 

Los días de confinamiento tenían que servir para adecuar el sistema sanitario al impacto de la pandemia, y solo habrán servido para blindar los privilegios de los políticos. España deja salir a los niños para hacer ver que se acerca a Europa, pero se está transformando en un Estado corporativo a pasos de gigante. Mientras tanto, los políticos independentistas se integran al sistema en vez de hacerle oposición, como el PSOE y la Liga en tiempos de Primo de Rivera.

Cualquier cambio de régimen necesita muertos que lo legitimen y es una infamia que los partidos de la Generalitat den cobertura al Estado, prestándose a polémicas que distraen los retos de fondo que plantea la pandemia. España se puede permitir una política de gestos, y quizás no tiene otra salida, pero los políticos catalanes devolverán el país a las catacumbas si se dejan arrastrar por la retórica.

Con suerte, la llegada del calor atenuará el impacto del virus y saldrán tratamientos que ayudarán a frenar su capacidad mortífera. Con suerte, los políticos se colgarán medallas que se habrán ganado en otros países o en hospitales sin recursos. Pero si hay un rebrote, la desmoralización será tan fuerte, la crisis económica tan bestia, y la frivolidad de los últimos meses se hará tan evidente, que puede pasar cualquier cosa, ninguna buena para Catalunya. 

Tengo amigos que creen que el virus se llevará a todos los imbéciles por delante, y yo siempre les recuerdo que, antes de Franco, acabamos viendo de ministro de Justicia a un camarero que en las horas libres había hecho de terrorista de la FAI. Nos conviene caer muy despacio y, sobre todo, nos conviene tener políticos que digan la verdad y recuerden el precio que paga Catalunya cada vez que sus líderes van de farol. 

La primera bofetada nos ha alejado del norte de Europa, la segunda nos encerrará en el sótano de la historia. El bichito de Wuhan ha devuelto el Estado a la periferia harapienta y pintoresca que había ocupado en los últimos siglos. Intentemos, por una vez, no ser cómplices de su caída. Exijamos test, mascarillas y equipos de calidad y prioridades bien definidas; en resumen, estrategias que tengan en cuenta las medidas tomadas por los Estados que lo han hecho mejor desde el inicio.