Maragall pidió un Estatuto para neutralizar el provecho que CiU sacaba de la ocupación española pactada entre Franco y el Rey. Zapatero prometió que apoyaría el texto que votara el Parlamento para ayudar al PSC a ganar la Generalitat y porque daba por perdidas sus elecciones. Rajoy llevó el Estatuto a los tribunales para tapar la castaña electoral que se había pegado el PP después de intentar atribuir a ETA el atentado del 11-M. 

Con el Estatuto liquidado, Mas abrazó las consultas para desbancar el Tripartito, controlar el independentismo y rebajar la presión que el Estado hacía sobre CiU, a través de hombres próximos a Pujol, como Prenafeta y Alavedra. Junqueras podría haber denunciado que el 9-N era una farsa, pero calló ante el acuerdo entre Mas y Rajoy, y permitió que el gobierno intercambiara el referéndum que había prometido por una consulta inocua. 

Pablo Iglesias cogió entonces la bandera de la autodeterminación con la idea de presentarse como la solución de izquierdas tanto en Catalunya como en España. Estaba convencido de que, igual que el PSC, a la hora de la verdad los convergentes no se sumarían nunca a una propuesta de referéndum y que el PSOE no volvería a levantar nunca más la cabeza. Mas y Junqueras, mientras tanto, idearon unas autonómicas disfrazadas de plebiscito, que eran una burla a los votantes, para hacer la independencia en 18 meses.

Era casi imposible que el independentismo pudiera superar el 50% en unas elecciones convencionales y aun así fue de un pelo. A pesar del buen trabajo de Podemos, y que los convergentes estaban desgastados por los recortes, el resultado fue tan bueno que Mas tuvo que dimitir y la farsa continuó adelante. Puigdemont aceptó celebrar, ahora sí, un referéndum de verdad para poder aprobar los presupuestos con los votos de la CUP, que no le podía apoyar a cambio de nada. 

Los convergentes pactaron que la organización del 1 de octubre recaería sobre Junqueras. Estaban convencidos que ERC no podría mejorar la fiesta novecentista del 9-N, pero el líder de ERC pactó con Soraya Sáenz de Santamaría una solución más brillante y operística. El referéndum solo tenía que fallar en el último minuto por culpa de la justicia y de la policía española. Esto reactivaría el victimismo y el empate infinito, pero la consejera Clara Ponsatí empezó a abrir escuelas y la gente las empezó a ocupar.  

A mediodía del 1 de octubre, los chicos de ERC pidieron a Puigdemont que parara el referéndum espeluznados por la resistencia de la gente y la violencia policial. Puigdemont y sus chicos se negaron a hacerlo, decididos a volver a pasar la mano por la cara a ERC como en el 9-N, cuando Mas capitalizó la fiesta a última hora, rompiendo el acuerdo que tenía con Rajoy de mantener la Generalitat al margen de la votación. Curiosamente, por la tarde, la policía española dejó de asaltar urnas sin que se sepa todavía quién dio la orden.

Con el Estado humillado y la calle encendida, Puigdemont se encontró acorralado entre las amenazas que llegaban de Madrid y el temor de destruir su partido si no hacía efectivo el mandato del Parlamento. El día siguiente del referéndum, Junqueras reconoció a sus colaboradores que habían animado demasiado a la gente, pero siguió jugando al póquer. Había fallado a la vicepresidenta española pero creía que Puigdemont no tenía margen y que de cara la galería él había cumplido incluso más de lo que estaba previsto. 

A partir de aquí, han ido cayendo todas las máscaras. El rey Felipe, que había sustituido a su padre para rejuvenecer el prestigio de la monarquía, se ha convertido en el foco de la política española, como siempre que el sistema de partidos hace aguas y deriva hacia el autoritarismo. Rivera y Rufián han perdido el barniz de héroes de bisutería. Pedro Sánchez y Pablo Casado casi ya parecen gemelos. Iglesias, Errejón y Colau se han convertido en corderitos del IBEX-35. El discurso más genuino hoy en España es el de VOX.

De hecho, la sentencia ha salido, como una advertencia, coincidiendo con el 79 el cumpleaños de la condena a muerte del presidente Companys, que fue juzgado por un tribunal español después de que la Gestapo lo entregara en el gobierno de Franco. Como en los 40, la justicia de los vencedores de la guerra civil, que no ha sido nunca oficialmente condenada, se esta convirtiendo en el cemento del nuevo partido único de España. Arcadi Espada lo ha explicado en un artículo sobre el cinismo de los socialistas.

Los tribunales españoles se sienten tan seguros que han dado permiso a Sánchez para desmontar el Valle de los Caídos, justamente cuando la sombra de Franco es más larga que nunca y el PSOE recuerda el partido que colaboró con Primo de Rivera. Puigdemont pide el voto después de pactar con el PSC en la Diputación, mientras que su presidente títere en Catalunya autoriza a los mossos a reprimir manifestantes y legitima la justicia española pidiendo una amnistía para los presos.

Todo el mundo ha invertido tanto en sus mentiras y sus abusos que nada hace pensar que la situación se pueda remontar sin un buen descalabro. Catalunya se encuentra inmersa en la bola de nieve española de cada final de época, que se va haciendo grande a medida que baja el nivel de los políticos. Ahora solo falta poner a los votantes del 1 de octubre a la altura de los dirigentes procesistas que engañaron al país y de los unionistas que se rabean en la represión española.

En definitiva, las sentencias son ideales para ensuciar el corazón de la población y alimentar la creación de estados pasionales catastróficos sin ton ni son. El eco de las sentencias y sus radiaciones mediáticas darán una salida barata a mucha gente que necesita desfogarse, sea porque se siente enredada, sea porque ha sido cómplice del engaño y ahora tiene remordimientos. Sin una dirección política con cara y ojos, Catalunya solo puede defenderse de la ocupación desgastando al estado español y esto nunca acaba bien. 

A veces, la mejor respuesta –y la más difícil– es no hacer nada.