Hace un par de semanas recibí una sesión de terapia psicológica con caballos. En principio no tengo ningún problema grave por resolver, pero mi entrenador es amigo de una chica alemana que está explorando esta técnica en una finca de Cardedeu. Como que escribir me ha dado habilidad para explicar las cosas, me ofrecí para conejito de indias. 

Los caballos tienen un sistema límbico muy desarrollado y son tremendamente sensibles. En El hombre que susurraba a los caballos, Robert Redford no puede acabar de curar el purasangre herido hasta que la hija de la protagonista, que es la montadora, no domestica los fantasmas que la atormentan. La película empieza con un trágico accidente de hípica que deja invalida a la pobre niña y mata a su mejor amiga.

Según tengo entendido, estas terapias suelen hacerse con un par de bestias, muchas veces ponis, que son más pequeños, peludos y rústicos. Quizás porque la finca es grande, tuve la suerte de encontrarme con una docena de caballos que pacían y jugaban en un prado, en teoría influidos por el estado de ánimo con el cual yo hablaba de mis cosas. 

La amiga de mi entrenador, que es una teutona perfeccionista, de una belleza melancólica y selvática, hizo participar también en el experimento a una terapeuta bajita y astuta como un duendecillo, que había aterrizado el mismo día en Catalunya. “Hasta dónde quieres llegar”, me preguntó antes de empezar, con su castellano de Argentina.

―Barra libre ―le dije yo, intuyendo que le iba la marcha.

―Bien ―dijo con un escepticismo irónico―. Si te hago sentir incómodo con las preguntas, me avisas ―y ya me ves a mí pensando en estos combates de judo en los cuales el perdedor golpea a tierra con la palma para evitar que el ganador le rompa el brazo.

El tira y afloja duró casi tres horas. Que dos desconocidas te hagan preguntas personales, mientras observan como mimas a una pandilla de caballos de más de 500 kilos, de entrada te hace sentir un poco indefenso. Cada intercambio dialéctico generaba una reacción espontánea de las bestias que era fácil de ver como un espejo ennoblecedor de mis profundidades ignotas.

Enseguida me hice amigo de dos equinos majestuosos, que tenían la crin oscura y el pelo del color de la tierra batida. Cuando hablé de mi madre un espécimen blanco que no había visto hasta aquel momento pasó ante mí como un unicornio. A veces decía una cosa y un caballo dejaba caer una cagarrón enorme, o se iba lejos de mí o se me acercaba con una bondad angelical de un atractivo irresistible.

El clima era intenso y el prado parecía gobernado por un campo de fuerzas esotéricas. La chica argentina me hizo notar que tenía una manada permanente de mosquitos dando vueltas sobre la cabeza. Me preguntó si no pienso demasiado y ahora me doy cuenta de que la magia del caballo, que es el único animal que le gusta a mi madre, reside en el hecho de que siempre parece limpio y noble, incluso cuando está rodeado de mierda y moscas.

“¿Qué aspecto de los que han salido te gustaría trabajar?”, me iban preguntando las dos chicas a medida que la conversación avanzaba. Yo me encontraba la mar de bien entre los caballos, hablando de mi vida como un príncipe persa. Ellas también estaban en su salsa, justo es decir, pero veían que se acercaba el anochecer y yo no concretaba, porque lo ponía todo en relación y nada me parecía un drama suficiente.

La política y el periodismo son entornos muy agresivos, les contaba. En este país, el ruido te arrastra enseguida hacia posiciones tópicas y defensivas, que matan tu creatividad y tu capacidad de ir por libre. “Yo no quiero romper con mi entorno, como habéis hecho vosotras, pero me gustaría poder mantener una distancia saludable, siempre que fuera posible.”

Para acallarme me propusieron hacer un ejercicio con un poni. Los caballos se fueron apartando y, en un momento del ejercicio, el poni me mordió el dedo gordo de un pie, sin querer, mientras comía hierba. Tuve que contener el dolor y coger aire para no asustar a la bestia y que huyera corriendo. Cuando hube terminado la operación con éxito me pidieron que mirara de sacar conclusiones.

Ahora no os explicaré las cosas que dije. Pero se produjo una situación de una magia irrebatible. Mientras hilaba mi discurso vi que ellas sonreían. La tarde se fundía detrás de los árboles, las palabras resonaban en la vuelta del cielo. De fondo, se oía un galope cada vez más intenso, pero estaba tan absorto que pensé que estaban contentas de verme ligar cabos con una fluidez tan cruda y alegre.

Entonces aparecieron por mi espalda justamente los dos caballos que me gustaban más. Se pusieron dentro del círculo que yo había dibujado en el suelo con unas cuerdas, se hicieron un par de caricias, y se marcharon por donde habían venido. Su trote era exquisito, de una gracia insuperable, y por un momento dudé si no sabían que el instante se me tenía que quedar grabado para siempre en la memoria.