Si Ernest Maragall no fuera un hombre viejo, Ada Colau ni siquiera se podría plantear aceptar los votos de Manuel Valls. A ERC le bastaría con hacer una buena oposición en el Ayuntamiento de Barcelona para hacer añicos a los comunes y ampliar la base. El hermano del exalcalde, pero, no tiene cuatro años de margen para luchar. Igual que Quim Forn, fue encaramado para ligar el independentismo a una imagen de caducidad y de impotencia.

El procesismo busca una rendición que no sea una rendición, igual que el 27 de octubre creyó que podía declarar la independencia de forma simbólica. Los partidos de la Generalitat se esfuerzan tanto en desanimar a su propio público, que el unionismo se ha quedado sin oposición. Colau cada vez tendrá menos margen para mantener su falsa equidistancia con los partidos del 155.

Igual que después de la muerte de Franco, las izquierdas de Barcelona y de Madrid servirán para barnizar de democracia la unidad de España. De hecho, el Estado intentará consolidar el reinado de Felipe VI sobre las ruinas del 1 de octubre para superar la leyenda negra de la monarquía y el recuerdo dictatorial del siglo XX. Como la misma Colau con su princesismo, ERC y JxCat trabajan por el Rey mientras bajan el listón para ganarse un lugar en el nuevo orden. 

La destrucción de la clase media europea, en España pasa por expulsar de la vida política el espíritu de los catalanes que impulsaron los estatutos y mantuvieron la lengua durante las dictaduras de Franco y de Primo de Rivera. La política institucional ha quedado secuestrada por el Estado y no tiene capacidad para defender el país. Los intelectuales se van cociendo en una prosa de cerebro perezoso y los discursos cada vez son más banales y cuestan más de distinguir. 

Así como el unionismo está dividido entre los nostálgicos de 1978 y los que querrían volver al 1939, como Javier Cercas, el procesismo se debate ferozmente entre los que se añoran el pujolismo y los que se añoran del tripartito. Si la candidatura de Maragall es un intento de retomar la batalla del Estatut, los convergentes dan a Puigdemont por amortizado y dudan entre resucitar a Mas o hacer pasar por buena la versión más pintoresca de Quim Torra.

Madrid ha encontrado, en el búnker europeo, el aliado autoritario que siempre ha necesitado para vencer al pueblo catalán, más voluntarioso que inteligente, más sufrido que realista, y más mal dirigido que no culpable. Como decía Enric Juliana, la España de Pedro Sánchez se ha convertido en uno de los pilares de Bruselas. Juliana quiere redimirse a través del prestigio europeo pero sabe perfectamente que, desde hace siglos, España solo hace una función en el continente en las épocas oscuras.

Europa se arabiza a través del totalitarismo blanco de Macron y sus amigos. Merkel ha desertizado la política alemana y los mitos de Churchill y de De Gaulle han quedado en manos de los sectores que han perdido la esperanza en el sueño europeo. El globalismo ha radicalizado las viejas ideas del comunismo cultural ―el feminismo, la ecología y la autoayuda― para barnizar de democracia y compasión el nuevo autoritarismo continental.

La gestión que Colau ha hecho de los barracones de la escuela Entença, que ahora quiere llevar al jardín Marcos Redondo, anticipa bien el espíritu de la nueva cultura política. El sistema se protege trasladando los problemas a la gente. La cuestión es dejar que las familias se peleen entre ellas, sea por la ubicación de una escuela o sea por la celebración de un referéndum. La cuestión es que Puigverd escriba sus artículos de moderado sufridor, mientras España intenta convertir a Rosalía en la nueva Lola Flores.

Catalunya ha perdido una oportunidad de oro de dar una vida nueva a la democracia europea. España se ha encontrado con Europa cuando el continente se ha visto atrapado en la decadencia y la irrelevancia internacional de sus élites. La Unión Europea se hunde bajo el peso de su pasado, incapaz de separar la conciencia histórica del poder de los estados nación. Pero los españoles ya no pueden matar a catalanes, ni impedir que viajen, ni que se organicen, ni que prescindan del castellano, si les da la gana. 

Habrá que ver qué formas de existencia nacional da el viejo individualismo del país en la nueva situación y, sobre todo, qué lecciones aprende y cómo reacciona cuando el sistema se vuelva a ahogar con sus propios vómitos.