Si el nacionalismo español fue el tema estrella de las últimas elecciones, la amnistía será la vedet de la campaña electoral que viene. El PP y el PSOE quieren blindar la unidad de España a cambio de la libertad de los presos políticos. Los partidos independentistas la pedirán con insistencia no porque crean que la obtendrán inmediatamente, ni siquiera porque quieran obtenerla, sino por puro pactismo. 

Cuando Pedro Sánchez proclama que “primero la ley y luego el diálogo” quiere decir que el rigor de la justicia española se adaptará al resultado de las negociaciones que se produzcan entre Madrid y Barcelona. Igual que en la Transición, los españoles negocian con la pistola sobre la mesa, pero la situación es delicada porque el margen de maniobra de los gestores de la violencia esta vez es más limitado.

Fruto del diálogo, son las últimas declaraciones de Mas, que propone dar un paso atrás astuto para evitar que Madrid encuentre la manera de ilegalizar a los partidos independentistas. También es fruto del diálogo que Puigverd empatice cada día más intensamente con la rabia de los tertulianos españoles. O que Francesc-Marc Álvaro reivindique las instituciones autonómicas, que han servido de comedero a su diario durante tantos años.

La genuflexiones patéticas de Joan Tardà en la prensa de Madrid tampoco se pueden desvincular del viaje al centro del PP y de la barba de Rajoy que se ha dejado Pablo Casado. Como ya he contado, ahora se trata de marginar a ERC y devolver el protagonismo a los veteranos del régimen, que son los que han pactado con el PSC en la Diputación de Barcelona y se entenderán con el PP, enseguida que Vox y Ciudadanos sean neutralizados.

La mayoría de españoles se opone al indulto, y la mayoría de catalanes están a favor de liberar a los presos. La situación es perfecta para la mayoría de líderes políticos de Madrid y Barcelona, que deben toda su vida profesional –y todos sus ahorros– al conflicto nacional. La transacción sería sencilla si no fuera que los partidos catalanes han perdido la autoridad y funcionan casi como un cuerpo paracolonial, al margen del país.

La situación en Catalunya está fuera de control y, como dice Jordi Juan, el PP y el PSOE tienen que encontrar soluciones con las piezas disponibles porque el bipartidismo “puede tardar años en volver”. Combinada con unas sentencias duras, la retórica de la amnistía tendría que servir a Madrid para posar los independentistas al nivel de los franquistas, ante los españoles. Sobre todo una vez la monarquía exhume la momia del Valle de los Caídos y la exponga al escarmiento del público.

La desobediencia no servirá de nada, porque el país ya no siente ni se defiende igual que el 1 de octubre, como un cuerpo sano y coordinado. El escándalo que Jordi Graupera provocó en el FAQS cuando explicó que había ido a defender las urnas con americana y corbata para dar imagen de normalidad ilustra hasta qué punto la indignación se ha convertido en una forma más de folclorismo hispánico. Hacía años que los debates ideológicos no estaban tan intoxicados por el miedo que da España.

Si la comedia destructiva del procés duró 10 años, con estos políticos la pantomima de la reconciliación española se podría alargar otra década. Los catalanes tienen tiempo para preparar el próximo choque con el Estado, pero no tienen medios institucionales para hacerlo. La autonomía está muerta y solo sirve para embellecer la matonería de los políticos españoles y la retórica de violinista de la Rambla de los partidos procesistas, cada vez más atrapados en la comedia desesperada de Madrid.

España tiene prisa para volver a tener un gobierno estable y explicar al mundo que es un país moderno y democrático. El juez del caso Pujol ha prorrogado la instrucción hasta el 2021, quizás para poder dictar una sentencia que se corresponda a la evolución de los hechos. Es decir, que responda a los términos del diálogo: reconciliación impuesta o venganza. 

Todo ello me recuerda a una vez que Josep Pla se topó con Luys de Santa Marina, en plena posguerra. El falangista quería pasar por amigo de Pla para no parecer tan animal y no paraba de decirle “tutéame, amigo Pla”. El escritor se hacía el remolón, intentando disimular el asco, y al final Santa Marina sacó la pistola que llevaba en la camisa azul, la puso sobre la mesa y le dijo: 

–O me tuteas o te mato.