Huyendo de las obras que los vecinos hacen con sierras y martillos, el lunes volví a casa de mi madre para escribir el artículo del día. Yacía en la cama, con el Ipad en el regazo, como en los viejos tiempos, y llegó mi hermana pequeña con la idea de recoger trastos y de avanzar en el trabajo de vaciar el piso. 

Vaciar la casa de un familiar difunto es como asistir a una segunda muerte, a veces más íntima y más próxima. Las casas, desprovistas de la vida que las ha vestido, parecen barcos hundidos, con sus calaveras y sus cuerpos en descomposición. Incluso los objetos más familiares te aparecen cada día más anónimos y marchitos y tarde o temprano tienes que dejar que el vacío ocupe los espacios que habías visto llenar trabajosamente a lo largo de una vida. 

En un cajón, mi hermana encontró un dietario que mi madre había guardado de mi abuela Mercè. Estaba escrito en una libreta de contabilidad de los años cincuenta, pero empezaba pocos meses antes de que yo naciera. La letra y la redacción hacían difícil seguir el hilo de las historias que contaba mi abuela. Pero bastaba con una línea afortunada para que un alud de recuerdos entraran en la habitación como un golpe de viento. 

Cuando desmontas el piso donde has crecido, ves como se desvanece una parte de ti, con el añadido de que tú mismo colaboras con las elecciones que tienes que hacer de las cosas que conservas o que tiras. Quizás sería más fácil coger un camión y vaciar la casa toda de una sola vez. Hay gente que, cuando se muere alguien que aprecia, pone sus cosas en cajas y las cierra en un trastero. Los hay que no tocan nada durante años o que sacralizan un espacio y lo convierten en un templo dedicado a la memoria del difunto. 

Pensaba en todo esto mientras mi hermana ordenaba cosas y yo me peleaba para acabar mi artículo de política. Desde hace un tiempo vivo en un mundo que se ha quedado sin paredes. He vivido a toda máquina porque tenía una serie de preguntas muy claras y concisas para hacer al mundo y las respuestas han sido tan contundentes como la misma muerte repentina de mi madre. Todo ha venido de golpe y, a la vez que vacío su piso, también pongo en orden mi vida, mis proyectos y algunas relaciones públicas.

Sería absurdo continuar la excursión con la mochila llena de bisutería que ya sé del cierto que es bisutería. El otro día un amigo me decía que si no me conociera se pensaría que soy otra persona. Dice que desde hace unos meses parece que inverne. Me ve extrañamente recluido en mis cosas, más lento de reacciones y movimientos, como si avanzara en una habitación llena de muebles viejos, a oscuras. 

Mientras espero que el futuro se vuelva a aclarar, y que la gente deje de oponer una resistencia tan grotesca a asumir que se ha muerto todo un mundo, me concentro en el aquí y ahora, que también puede ser una forma de tomar perspectiva y ver a través del tiempo. La misma intensidad que pongo en elegir los objetos de mi madre que me acompañarán el resto de mi vida, la pongo en ordenar las prioridades que me tendrán que permitir atravesar el fuego en los próximos años. 

No tengo prisa. Nunca he tenido la prisa fácil de los que no saben a dónde van, aunque la pasión que pongo en las cosas que quiero a veces enrede a algunos cínicos