Tres días antes nos habían entregado las notas. Un boletín de color rosado, como un folio doblado por la mitad. Una especie de díptico con muchas anotaciones escritas a mano. No existían ni drives, ni classrooms, ni moodles, ni todas estas moderneces, que algunos avances son útiles y otros nos secuestran. Los padres recogían las notas personalmente y, algunos, acostumbraban a hacer un pequeño regalo a los maestros, en agradecimiento a la dedicación de todo el curso. Detalle bonito que se está perdiendo. Con todas las asignaturas aprobadas —y quizás alguna cateada para recuperar en septiembre— se iniciaba el tiempo sin horas. Las horas lentas. Los días más largos. El verano empezaba con el primer petardo.
Tres días después del último día de colegio, con un trueno de mecha y un cohete debajo del brazo, se daba el pistoletazo de salida a unas vacaciones perennemente felices. Por delante quedaba una eternidad que, incluso, según cómo, se hacía larga y todo. Ahora, los veranos parecen ocho simples fines de semana que se esfuman como un soplido. En un abrir y cerrar de ojos pasamos de las bengalas a las castañas. Las campañas comerciales tampoco ayudan mucho: si apenas acabar la Diada Nacional de Catalunya ya, como quien dice, se empiezan a anunciar polvorones, este fin de semana, sin que todavía se haya acabado el curso oficialmente, en una tienda vi un cartel donde decía: "Oferta: vuelta al cole".
Tres días después de la verbena que sigue al solsticio, todavía lanzábamos contra tierra los garbancitos y las cebollitas que nos habían sobrado la noche de la hoguera y ya llevábamos las piernas marcadas, que ya se sabe que las cabras por sus pecados llevan las rodillas peladas. A saber: de subir por los algarrobos, de caer en bicicleta o de tirarse terraplén abajo como si no hubiera un mañana (porque no lo había, pero hasta ahora no hemos sabido que sí). Era la época dorada de los primos que te visitaban, de los amigos que veraneaban, del Tour de Francia delante del televisor o de la enésima reposición de El espantapájaros y la Señora King y de El coche fantástico.
Tres horas después de comer todavía suplicábamos que nos dejaran bañarnos a unos padres educados en el peligro del corte de digestión. Y después de la bassa—o piscina o lago, depende la zona— lamíamos un helado de fanta de lima congelado en un molde, aquellos polos caseros irrepetiblemente refrescantes. Los yayos ya se habían levantado de la siesta, sagradas y silenciosas para todo el mundo —otra de las razones para impedir un ruidoso baño de la chiquillería antes de tiempo— y las noches transcurrían entre el embobamiento sombrío de las persianas de madera y las interminables partidas de guiñote o parchís a seis bandas. Antes de acostarnos, hacía falta fregarse las manos en los tiestos de albahaca, contar luciérnagas y hacer una pequeña guerra de almohadas improvisada y medio secreta.
Los yayos ya se habían levantado de la siesta y las noches transcurrían entre el embobamiento sombrío de las persianas de madera y las interminables partidas de guiñote
Ahora que los veranos parecen más cortos, que algunos primos ya son yayos, que los que entonces eran yayos hace décadas que no están y que los padres están en tiempo de descuento, cada vez que un nuevo junio llega recordamos las cabañas de Tom Sawyer que construíamos en los árboles y somos más conscientes del paso del tiempo porque ya no hay ningún sobrino que utilice sillita, ni trona, y las literas del huerto se han oxidado o carcomido. La familia crece y las mesadas no siempre se llenan en consonancia y medimos estos meses que ahora vienen a base de encuentros imposibles con los amigos de siempre porque el calendario y la vida, a veces, nos atropellan y el verano no da para más.
Al principio de Peter Pan y Wendy, J.M. Barrie dice que "Todos los niños se hacen mayores, excepto uno". Quizás cada uno de nosotros cree ser este "uno" y estiramos el chicle de la infancia para alargar el paraíso perdido, pero ahora que el reloj del Capità Ganxut —como lo tradujo Josep Carner— ya no tiene cuerda y el cocodrilo está más cerca de atraparnos, nos damos cuenta de que los cuentos que antes nos ayudaban a dormir ahora nos quitan el sueño y el tictac de la adultez suena más fuerte que en las páginas de ingenuas lecturas estivales. Hoy, cuando la hoguera arda y levantemos la copa al cielo, recordemos que en algún lugar de nuestro interior sigue siendo el verano de cuando éramos pequeños.