Después de la larga cuarentena, ahora nos toca aprender a vivir en el desconfinamiento. Desde este lunes algunos territorios del país han entrado en la "fase 1" y no parece fácil ni para las autoridades políticas marcar directrices claras ni para alguna parte de la población orientarse y poder aplicarlas. Ante el debate que han generado las imágenes de la gente ocupando masivamente las calles durante las franjas "punta" —después de tantas semanas de aislamiento y sociabilidad secuestradas—, ahora se nos pide mucha más responsabilidad y prudencia. Y con una cierta perplejidad nos preguntamos: ¿por qué hemos empezado a recuperar la calle con poco respeto por las medidas de seguridad sanitarias? ¿De dónde nace esta falta de conciencia de algunos? Una explicación, y no la única, puede ser la relación que mantenemos con la muerte, nuestro último gran tabú: somos una sociedad que ha alejado la vivencia de la experiencia cotidiana, y todavía más en las circunstancias actuales.

Durante la pandemia, en los medios de comunicación las víctimas han sido reducidas a meras estadísticas en torno al número diario de contagiados, de ingresados en las UCI, de curados y de difuntos. Sin embargo, las estadísticas tienen la virtud de hacer abstracto todo lo que cuentan: los índices verdes y rojos de la bolsa esconden la miseria a la que condenan a millones de personas que malviven en precario, así como los recuentos diarios del coronavirus hablan en realidad de personas enfermas y de "nuestros" muertos. El problema es que, a excepción de los trabajadores sanitarios, de los propios enfermos y de sus familias (y quizás tampoco, porque la crueldad del virus les ha impedido acompañarlos en el dolor y en el duelo), nadie más ha visto ni vivido todo este sufrimiento. Casi no tenemos imágenes de los enfermos en el interior de los hospitales, ni en sus casas, ni de las columnas de ataúdes que esperan para ser enterrados, porque hoy la fotografía, como la sociedad, mantiene también una relación éticamente difícil con el fenómeno de la muerte. Pero si hacemos memoria, durante la época victoriana y hasta hace poco más de 100 años (a veces en condiciones de pandemia también similares, como lo fue la gripe española de 1918), la práctica de la fotografía post mortem acercaba, a título privado, los fallecidos a sus familiares. Una ojeada sin prejuicios al Thanatos Archive (2002) nos muestra más de 2.300 fotografías de difuntos que tenían un efecto memorialístico y terapéutico para los familiares que las encargaban. Mirar ahora aquellos retratos, que nos podrían parecer erróneamente morbosos, nos hace ver a contraluz una sociedad diferente en la que la enfermedad y la muerte formaban parte de la vivencia cotidiana.

Las víctimas no tienen que ser nunca invisibles, ¿porque cómo podemos tomar conciencia de la magnitud de su sufrimiento si no lo vemos?

Ciertamente, hoy es mucho más difícil tratar públicamente "nuestros" muertos y hacerlo sin herir sensibilidades, porque nadie perdonaría que se utilizaran —políticamente, por ejemplo— o que se trivializaran por parte de unos medios de comunicación de masas proclives a hacer de todo un "espectáculo". Pero tampoco tendríamos que esconderlos. Las leyes que necesariamente protegen el derecho a la intimidad, al mismo tiempo están haciendo invisibles a las víctimas de la pandemia: y si a los enfermos y familiares, que no pueden acompañarlos en el dolor y en el luto, les está añadiendo un grado elevado de crueldad; a una parte de la ciudadanía esta ausencia de imágenes le está impidiendo que tome conciencia de la gravedad de la enfermedad. Gervasio Sánchez (en el Heraldo del 11 de mayo) recoge su opinión y la de otros fotoperiodistas de prestigio de nuestro país que son muy críticos con las prohibiciones extremas para entrar en los hospitales, residencias y sanatorios que les impiden documentar la pandemia (García Vilanova), y alertan de la censura social e institucional (Andoni Lubaki) de la cual responsabilizan a los políticos por querer hacer una "gestión blanda" de nuestros muertos para mitigar la reacción de la población e "infantilizarla ante la muerte". Esta misma carencia se la planteaba ya hace unos días la historiadora del arte Sara E. Lewis en un interesante artículo en el New York Times titulado: "Where are the photos of people dying of covid?". Sostiene que para entender primero y ser conmovidos después, necesitamos imágenes representativas de la pandemia, "un archivo visual del vertiginoso número de víctimas de la crisis", que las visibilice y nos permita llenar el vacío tanto de las calles y ciudades como de la abstracción de las estadísticas (inversamente proporcionales a cualquier comprensión). Nos recuerda lo que los psicólogos denominan "el efecto de la víctima identificable", es decir, que empatizamos mucho más con la visión del dolor de una sola persona enferma, que con los números ingentes de la muerte en masa, que ni sufrimos ni vemos.

Y lo sabemos. Una sola fotografía de un rostro que sufre nos interpela mucho más que todas aquellas cifras escalofriantes del número de muertes (más de 11.000 sólo en nuestro país), que son demasiado abstractas y alejadas para poder imaginarlas. Hagamos memoria de nuevo. Salvando todas las distancias, el día 5 de mayo conmemorábamos el 75.º aniversario de la liberación de Mauthausen, y con él el de todos aquellos campos alemanes en los que sobrevivieron y murieron millones de víctimas en unas condiciones de deshumanización extremas nunca vistas. Demasiados millones para poder imaginarlos, si no fuera por los testimonios fotográficos conservados (entre ellos los rescatados por Francesc Boix) gracias a los cuales pudimos tomar conciencia del horror. De aquellas imágenes nacieron el conocimiento, la empatía y el deseo de hacer justicia con todas las víctimas. Por eso, las víctimas no tienen que ser nunca invisibles, ¿porque cómo podemos tomar conciencia de la magnitud de su sufrimiento si no lo vemos? Si lo que queremos es entender la gravedad de lo que está pasando en términos sanitarios, empatizar con los enfermos y las familias de los difuntos, y promover la solidaridad en el conjunto de la sociedad, tenemos que disponer de una "memoria de imágenes" (en palabras de García Vilanova). Porque con la pura abstracción estadística se hace difícil que la imaginación nos permita conectar con el dolor del otro y tomar conciencia de las medidas que tenemos que sostener para mitigarlo. El éxito del desconfinamiento que iniciamos y de las fases sucesivas que vendrán dependen también de hasta qué punto seamos capaces, como sociedad, de visibilizar a "nuestros" muertos, con el fin de evitarlos.