El miércoles entró en vigor el Real decreto ley 14/2022, de 1 de agosto, de medidas de sostenibilidad económica en el ámbito del transporte, en materia de becas y ayudas al estudio, así como de medidas de ahorro, eficiencia energética y de reducción de la dependencia energética del gas natural. Como diría uno de los tramposos habituales, leyendo el título, manda...

Estamos ante otra apoteosis de la hipertrofia del derecho administrativo, que, como sucedió con las puntas de la pandemia, hace añicos una sistemática jurídica que, cuando menos desde el punto de vista material, no desmenuce lo poco que va quedando de seguridad jurídica. Por si eso fuera poco, una tercera parte de la disposición, redactada a toda prisa, con la excusa de que la urgente necesidad todo lo sana, la ocupa la exposición de motivos, que es una especie de manual de instrucciones de la norma, dotado de la misma claridad que el manual de instrucciones redactado en chino traducido automáticamente, primero al inglés y después a lengua vernácula. La misma claridad y utilidad.

Además, su factura institucional es manifiestamente mejorable. Se ha construido desde un rupestre autoritarismo, dado que no se ha consultado a nadie. Ni se ha debatido como se debía dentro del Gobierno ni se ha consensuado con las comunidades autónomas con criterios de gobernanza —que no son ni mucho menos todas— ni con algunos de los afectados, como, por ejemplo, comercio, industria —especialmente las pymes— o sindicatos. En fin, tenemos una norma con deficiencias técnicas y difícil de insertar en el ordenamiento. Si el entendimiento es dificultoso, el cumplimiento no brillará a gran altura.

Dicho esto, hay tres capítulos de la norma que resultan necesarios y coherentes: la gratuidad, o el abaratamiento radical, de la movilidad (y seguramente no sólo la llevada a cabo por medios públicos), la reducción de las energías dedicadas al confort y la fiscalidad de los beneficios caídos del cielo. De los tres puntos principales, este último es el que tiene los sectores afectados en plena rebeldía y sus lobbies atacan por tierra, mar y aire, es decir, tribunales, Comisión Europea y alimentando generosamente a los negacionistas. Rebeldía soterrada, como es normal.

Emergencia sí, pero también diálogo para dar más justificaciones y llegar a acuerdos razonables entre las administraciones y los usuarios, y proveedores más proclives a la sostenibilidad

En efecto, pasado a la historia el primo de un tan inefable como banalmente insensible Rajoy, el cambio climático no lo puede negar nadie. Además, en justo castigo por la soberbia de los negacionistas, castigo que sufrimos todos, se ha añadido la crisis energética, gracias, principalmente, al hecho de que Alemania y Holanda consumían combustibles rusos por encima, muy por encima, de sus posibilidades. Ahora, con la amenaza del examigo Putin de cortar el gas a Occidente, queda claro que los rígidos ortodoxos también tenían los pies de barro —no sólo a causa del gas ruso— y que daban consejos de austeridad —diktats mejor dicho— que ellos se saltaban a la torera.

En este contexto de auténtica emergencia, más para unos que para otros —como tragicómica cruz de la moneda que nos hicieron tragar—, había que adoptar medidas a la velocidad de la luz, para hacer de hormigas tardías: ahorrar hoy lo que nos hará falta mañana. Con el vértigo que da que te pillen por sorpresa, la comisión, espoleada por Alemania y Holanda, impusieron un draconiano —draconiano para una sociedad de consumo de ricos como es la Europa de los ricos— objetivo: ahorro desde ya del 15% en el consumo energético, ahorro reducido a la mitad para la península Ibérica, en claro ajuste equitativo.

En este contexto es de donde salen los negacionistas. Con las palancas del partido antisistema por antonomasia, el PP, no niegan ni el cambio climático ni la emergencia. Se sublevan mucho contra las formas legales —siempre mejorables a ojos vista— y el contenido de las medidas manifiestas y seguramente más epidérmicas, pues no hay ningún cálculo oficial y normativo ni de coste ni de ahorro, cosa que es su talón de Aquiles. No niegan la emergencia, sino el modus de los instrumentos para hacerle frente; es decir, quieren tirar las medidas por los suelos porque no las quieren ni en pintura. Se han dicho auténticos disparates: desde que Madrid no se apaga hasta que los trabajadores verían perjudicada su salud o la desigualdad que supone —en crítica de los transportistas, no de los usuarios— la gratuidad en materia de transportes. Parece que también van cortos de comprensión lectora, si es que han leído la norma.

En los medios generalistas, cosa que resulta bien curiosa —o no—, los ataques a la norma cajón de sastre de emergencia han hecho poca referencia a la fiscalidad de los beneficios caídos del cielo. Ciertamente, ni las retribuciones, en algún caso más allá del escándalo, de los directivos —que no propietarios— ni de sus accionistas se verán perjudicadas por la fiscalidad, escasa, de una auténtica lotería, de unos beneficios con los cuales nadie contaba. Así pues, si vemos qué sentido tienen las protestas, oficiales, gremiales o particulares, se ve fácilmente quién está detrás dándoles apoyo. Como, por otra parte, no resulta nada infrecuente. Para esconder la luna —unas ganancias gratuitas— se corta el dedo —la temperatura de los comercios.

Al fin y al cabo: emergencia sí, pero también diálogo para dar más justificaciones y llegar a acuerdos razonables entre las administraciones y los usuarios, y proveedores más proclives a la sostenibilidad. Los paleolíticos de los beneficios sí o sí, cuesten lo que cuesten, tendrían que esperar tiempos mejores, como los que hasta hace poco han disfrutado.

Ahora, para los ricos de la Europa rica, ir por casa en jersey en invierno y abrir un poco las ventanas en verano es un insulto al mundo. Una vez más, hay que recordar que no se puede estar predicando la emergencia pero que empiecen los otros.