Dentro de la absurda y tendenciosa batalla entre la urbanidad y la ruralidad —absurda por la evidencia de cuál contribuiría al tan necesario decrecimiento y nos haría sobrevivir como sociedad— hay una realidad quizás menos conocida o recurrente que juega un papel clave en la identidad de cualquier país: la enseñanza. Llevando a nuestro molino aquel dicho que solo nos acordamos recordamos de Santa Bárbara cuando truena, igualmente solo pensamos en los pueblos y pueblecitos cuando estamos de vacaciones. Entonces la atención se suele fijar en las campanas de la iglesia o en la peste de las granjas que molestan a los turistas, más que en las escuelas que están día sí día también levantando la persiana de la dignidad.

Demasiado a menudo, desde las ciudades —incluso desde el mismo gremio—, se miran estos centros alejados de la yema con cierta condescendencia, como se contempla a aquel amigo poco agraciado que te cae bien, pero por quien sientes un poco de pena. Se tiene la falsa percepción que los niños y niñas que estudian, desde los tres hasta los doce años, salen menos preparados que aquellos que cada día van a una clase del Eixample de Barcelona, la Dehesa de Girona o la parte alta de Tarragona. Pues tenemos que decir, tapaos las orejas urbanitas ciegamente empedernidos, que las pruebas de competencias básicas demuestran que los alumnos de municipios de menos de mil habitantes tienen unos resultados más altos, como así lo certifican varios informes de los cuales se han hecho eco varios medios en los últimos tiempos. A menos alumnos, mejores notas.

Este nivel académico y estos beneficios no caen del cielo, sino que son fruto del trabajo incansable y específico del profesorado que escoge este tipo de centros para ejercer su vocación. Todas las personas que cada día hacen kilómetros arriba y abajo por carreteritas dejadas de la mano de Dios, creen en aquello que el psicopedagogo italiano Francesco Tonucci ha definido como laboratorio de renovación escolar. Educan a las criaturas en los valores de la libertad y la generosidad. Comparten un proyecto educativo transversal y alternativo, demostrando que otro mundo es posible, desde la base. Desde las aulas.

Hay, además, otra figura que es la guinda del pastel: la zona escolar rural. Conocidas como ZER, son centros situados en municipios pequeños —de menos de 3.000 habitantes— que agrupan varios colegios pequeños y próximos geográficamente, de manera que se favorece el trabajo colaborativo entre los diferentes docentes y se optimizan recursos. En Catalunya hay cerca de 10.000 alumnos que estudian en alguna de las 264 escuelas rurales, muchas de las cuales se reúnen en los noventa de ZER existentes.

Su listado de ventajas es más largo que un prospecto farmacéutico: en un colegio de pueblo las clases suelen ser unitarias: todos los alumnos, independientemente de los años que tienen, trabajan juntos en un mismo espacio con la maestra. Esta convivencia entre niños y niñas de diferente edad no solo no resulta ningún problema sino que ocurre un enriquecimiento y entre ellos absorben conceptos y humanidad constantemente. Las ratios favorecen la atención personalizada —estamos hablando de una media de unos quince alumnos por centro (no por aula)— y este ambiente familiar permite un trato individualizado y un mayor respeto por el ritmo de aprendizaje de cada uno.

Las escuelas rurales acostumbran a estar situadas en entornos privilegiados, pudiendo hacerse numerosas actividades al aire libre. La conexión con la naturaleza es constante y los maestros de especialidades como música, educación física o inglés son itinerantes: es la maestra quien cambia de centro, no el alumno quien cambia de aula. Asimismo, la integración en la vida del pueblo es enorme y el alumnado suele participar en actividades del día a día —culturales, gastronómicas, tradicionales— hecho que aumenta el arraigo en el territorio y contribuye a evitar una de las lacras de estas zonas: el riesgo de despoblamiento, tanto por los nacidos en el pueblo que se quieren acabar quedando, como también por los maestros que apuestan por trasladarse a vivir y no solo trabajar, sino militar en la ruralidad.

Las criaturas de infantil y primaria que cada mañana van a clase en su pequeño pueblo no oyen hablar de panellets, los elaboran con sus propias manos con la ayuda del panadero que tiene la panadería en la calle de abajo. Si en la tele explican que el sonido de las campanas —que otras quieren silenciadas en verano— ha sido declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, a la mañana siguiente los maestros se los llevan a oírlas repicar en directo. Cuando se habla de ganado, se va a ver a un pastor al campo o se visita una granja; si se trata de conocer un río, se navega; si la temática es la música, les traen a una cantautora a clase y para reflexionar sobre la guerra y la memoria histórica, niños y maestros hacen una excursión a pie por los mismos caminos que llevaron a nuestros yayos al exilio, pisan la misma tierra y avistan los mismos paisajes que otros ven solo en foto en un libro.

La escuela rural es un microclima con identidad propia, un balón de oxígeno para inhalar la vida que tendría que poder ser y hacia la que tendríamos que ir. Allí donde el catalán es la lengua oficial de todas las horas, allí donde forman a los adultos del futuro con las mejores herramientas: sencillez, proximidad y honestidad. Su rendimiento es envidiable y salen preparados no solo académicamente sino también —y sobre todo— en el oficio de vivir y de amar la tierra. Como decía Joan Maragall en Elogi del poble: "Yo no puedo creer que el último término del progreso humano sean estas grandes aglomeraciones que llamamos ciudades y que su organización definitiva sean estos grandes establecimientos de la industria donde los trabajadores están, en confundido rebaño, esclavos de la rueda de una sola máquina gigante".