El presidente de Armenia, Armen Sarkissian, no quiso saludar al embajador español Pedro Morenés por el discurso exculpatorio del Estado español, el que niega la existencia de presos políticos. Como si el Molt Honorable Sarkissian, como todos los demás muy honorables del planeta, no supiera perfectamente lo que pasa en Catalunya, como si no tuviera televisión, móvil o electricidad, como si no tuviera servicios secretos y le hiciera falta que un antiguo ministro del Partido Popular se lo explique todo, o que el abuelo Josep Borrell se despierte de la siesta, se limpie las gafas y le interprete gratuitamente la compleja realidad, desde Madrid, antesala del cielo. Que sin los sabios españoles, los jefes de Estado y de Gobierno del mundo, pobrecillos, van perdidos y no podrían, no sabrían, cómo discernir un porrazo democrático de un porrazo colonizador, ni sabrían cómo funciona un Estado represor que niega a los catalanes el derecho de decidir su futuro a través de las pacíficas urnas. Como si en Armenia no supieran nada de represión. Se vio claramente que el embajador de España en Washington no representa a todos los españoles que le pagamos el sueldo, ni tampoco representa a la España en Catalunya que se llama Generalitat. Pedro Morenés solo representa al españolismo represor que produjo más de mil heridos el primero de octubre y que mantiene presos políticos en la cárcel. Ésta es la España satisfecha de todos y todas, para todos, tan difícil de vender internacionalmente como cualquier otra injusticia.

La independencia de Catalunya ya está cerca y así lo entienden todas las cancillerías, gestionadas por profesionales del realismo político. De modo que lo más lógico es que los Estados más maltratados por el colonialismo, como Armenia, empiecen ahora a hacer gestos de proximidad con los catalanes. Poco a poco los irán siguiendo todos los demás países, hasta que Francia la centralista se avenga un día a la nueva frontera del sur, hasta que España dentro de unos decenios reconozca fraternalmente a la nación catalana y nos explique, compungida, que fue culpa nuestra, que no nos habíamos hecho entender lo suficiente y que los españoles, desde siempre, han querido y quieren mucho a los catalanes.

En Ereván, capital de Armenia, —un país extraordinario, bellísimo, la patria de Khachaturian, de Gulbenkian, de Kaspárov, del grupo de heavy System of a Down— un día me contaron una anécdota, supongo que totalmente apócrifa, mientras tomábamos el mismo coñac armenio que tanto le gustaba a Winston Churchill. La historieta imagina la primera conversación informal que podría haberse producido en Ankara, tras la independencia armenia de 1991, entre un embajador armenio y un ministro de Asuntos Exteriores de Turquía, el Estado colonizador responsable de la masacre de los armenios, del primer genocidio moderno, en 1915. Recordemos que, hoy, la frontera de 330 kilómetros entre Armenia y Turquía continúa cerrada y que, según algunas estimaciones, el imperio otomano, durante el proceso de limpieza étnica que culminó durante la Primera Guerra mundial, exterminó a la mitad de la población armenia, aproximadamente entre 1.325.000 y 2.100.000 personas. Pues bien, en aquella primera toma de contacto, queriendo evitar la conflictiva cuestión de la masacre, el ministro turco buscaba un tema de conversación distendido con el embajador armenio y no lo encontraba. Necesitaba una conversación amable pero que tampoco fuera excesivamente conciliadora porque el turco debía demostrar, también, su supuesta superioridad. De repente se dio cuenta de que el embajador lucía en el ojal de la chaqueta una bandera armenia, con el escudo nacional, donde se puede ver la montaña sagrada de Ararat, de 5.165 metros, el Canigó de los armenios, que quedó justo al otro lado de la frontera, en territorio turco. “Señor embajador —dijo el ministro—, permítame una pregunta. ¿No le parece extraño que Armenia haya escogido como emblema nacional el Ararat, una montaña que, a fin y al cabo, no es de ustedes? El Ararat es turco. ¿No es una exageración?”. El armenio quizás contaba con la pregunta y le respondió: “De ninguna manera, querido amigo turco. Fíjese ahora en la bandera de Turquía, donde se puede ver claramente la media luna. Que yo sepa, la luna tampoco es turca”. Cuidado, pues, con los diplomáticos que van por ahí dando lecciones a los demás.