En Catalunya existe una sensación de malestar muy extendida. Las múltiples crisis de los últimos años han dejado una profunda marca. Ahora bien, hace tiempo que pienso que tenemos dos grandes retos de país que explican precisamente cómo hemos llegado aquí y hablamos más bien poco de ellos. A menudo quedan olvidados en una esfera pública llena de ruido, polémicas sin recorrido y otros temas quizás más mediáticos.

A pesar de ello, son, conjuntamente con el déficit fiscal y la falta de inversión estructural en las infraestructuras del país, lo que explica los problemas que tenemos hoy para ser un país de primera. Estos dos males que limitan el bienestar y la competitividad, estas cargas que no nos dejan despegar, son un modelo económico basado en la precarización del trabajo y un desequilibrio territorial que nos empequeñece.

El primero: nos hemos hecho nuestro el modelo económico español que basa el crecimiento en aportar más trabajadores al sistema, y no en la productividad. Es un modelo de crecimiento que nos empobrece, porque solo enriquece a unos pocos e hipoteca el futuro del país a puestos de trabajo precarios en sectores con poco valor añadido. Me refiero a la apuesta exclusiva por el turismo masivo, la restauración franquiciada, las cárnicas o la distribución low cost.

Y lo vimos durante la burbuja inmobiliaria: siempre que seguimos el modelo económico imperante en España nos va mal. Son modelos basados en pelotazos o de captura de lo público por parte de los privados. En cambio, cuando históricamente hemos apostado por otros sectores, donde somos pioneros y que conectan con nuestra tradición industrial y emprendedora, nos ha ido mejor. La solución es clara: abandonar este modelo español y encontrar el nuestro, basado en más industria, más tecnología, más exportación, más investigación y sectores más competitivos.

Tenemos un modelo económico basado en la precarización del trabajo y un desequilibrio territorial que nos empequeñece

El segundo reto es el desequilibrio territorial. Y este es muy fácil de ver con una imagen: hoy tenemos la mayor parte del país concentrada entre la AP7 y el mar. Solo en esta franja viven el 75% de los catalanes y de las catalanas. En cambio, en el 90% del territorio, solo encontramos el 9% de la población. Crece la densidad de población alrededor de Barcelona, mientras que se va abandonando el resto del país, que va perdiendo población y también servicios y oportunidades laborales.

Y está claro, esto tiene muchas derivadas porque es un pez que se muerde la cola: si cada vez hay menos población, hay menos conexiones, menos servicios y menos inversión. Y por culpa de todo esto, se va despoblando aún más, hasta llegar a la situación actual. Estaremos de acuerdo en que el dinamismo del país no se puede concentrar en solo el 5% del territorio. Por lo tanto, ser un país competitivo pasa por reequilibrar Catalunya. 

Es evidente que alrededor de Barcelona siempre ha habido la mayor parte de la población. Ahora bien, el país también contaba con una red de ciudades que lo articulaban y lo hacían más fuerte. Manresa, Olot, Berga, Vilafranca, Vic, el Vendrell, Salt, Blanes, Figueres, Tortosa, Igualada, la Seu d'Urgell, Reus, Puigcerdà, Ripoll, y tantas otras. Hoy, las ciudades medianas son las víctimas principales de las múltiples crisis que hemos sufrido en los últimos años, y de la intensidad de los cambios en nuestra sociedad.

Por otro lado, hemos tenido, durante años, una Barcelona que vivía de espaldas al país y desconectada. La capital del país no ha jugado el papel que le correspondía, colaborando con el resto de ciudades del país. Y a esto se suma que, desde los años ochenta, se ha replicado el modelo de capitalidad en las capitales de provincia, concentrando allí todos los servicios, puestos de trabajo de la Administración e inversiones. El resultado es el reforzamiento de las tres capitales de demarcación y haber dejado a la intemperie el resto de ciudades medianas, con grandes desequilibrios de oportunidades y de renta.

Hoy, la mayoría de ciudades medianas del país, sobre todo aquellas que no están alrededor de Barcelona, tienen una estructura económica más débil que hace unas décadas: con una oferta laboral precaria, poca oferta pública de puestos de trabajo, sin inversiones estratégicas y con un transporte público deficiente. Si las ciudades medianas son las perdedoras de un cambio de época, tienen que ser la gran apuesta para suturar heridas y hacer un país más fuerte.

La pérdida de oportunidades, fruto del desequilibrio territorial en el país, se ha traducido en frustración, malestar y distanciamiento de la política. Lo hemos visto en toda Europa. Cuando un país se rompe, concentra la riqueza y las oportunidades laborales en las grandes ciudades y condena las periferias a la decadencia; aparecen los monstruos. Y en nuestro país pasará lo mismo. Por eso es alrededor de las ciudades medianas de interior donde suben más los partidos más reaccionarios.

Si las ciudades medianas son las perdedoras de un cambio de época, tienen que ser la gran apuesta para suturar heridas y hacer un país más fuerte

Si a corto plazo la posibilidad de construir un país nuevo o un salto en términos nacionales no puede canalizar parte del malestar, la frustración de lo que conocíamos como la clase media y trabajadora y la sensación de que su identidad está amenazada —fruto de años de muchos cambios— se acaba abrazando con el agravio y el miedo, y se proyecta hacia los más débiles.

Por todo ello, es urgente revertir esta situación. Y esto pasa por resolver el reto del transporte público y articular el esqueleto de la nación. Pasa por descentralizar puestos de trabajo público, servicios e instituciones. Pasa por garantizar servicios de calidad, y atraer inversiones industriales y tecnológicas. Las ciudades medianas y las capitales de comarca tienen que estar en el centro de nuestro proyecto de país. Para que el futuro no se imagine desde el pesimismo, sin más horizonte que la precariedad y la desesperanza.

Tenemos que aspirar a un país vivo, fuerte y en red que esté profundamente orgulloso de tener una gran capital como Barcelona, pero que garantice también oportunidades para todo el mundo en todo el territorio. Una Catalunya que se reconozca a sí misma y vuelva a gustarse pasa, sin duda, por potenciar el nervio de la nación: las ciudades medianas.

Elisenda Alamany es secretaria general de Esquerra Republicana de Catalunya