¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba?”

Jorge Luis Borges

En el fondo, todos sabíamos que en nada cambiaría el contexto político y social tras lo que ha sido la mayor catástrofe, la tragedia más grande, que hemos sufrido desde la Guerra Civil. Nada ha cambiado. Vivíamos instalados en la anormalidad y aquí estamos, enfrentando una nueva normalidad en la que todo sigue igual o como siempre, en la que toda reflexión profunda sobre lo acaecido se estrella contra la vocación lampedusiana de la totalidad de nuestros políticos. No hay ni uno que se haya movido un ápice, no ya en sus pretensiones o en sus proposiciones políticas, sino en la forma de afrontarlas en este nuevo marco de incertidumbre. Nada. El vacío. Aún peor, el sarcasmo de los que todavía quieren sacar tajada de esta enorme desgracia que ni siquiera ha terminado.

Los fanáticos de la anormalidad nos acechan. Unos nos gustan más y otros menos, según cada uno, pero todos deberíamos reprocharles su empeño y su dudosa habilidad para que sus ambiciones saquen un rédito miserable. Dentro de esa nueva anormalidad hay poderosas corrientes en busca del poder. O sea, lo de siempre. Tenemos los que quieren mantenerse, los que quieren asaltarlo y, en medio, en posturas diversas, todos los comparsas importantes que mueven sus piezas para propiciar que lo que suceda caiga de su lado. Diríase que las decenas de miles de muertos sólo han sido un interregno, un paréntesis, una minucia en el camino de lo que verdaderamente les importa.

La más profunda corriente de nueva anormalidad es la que intenta cambiar un gobierno sin usar las urnas ni la moción de censura. Hacerlo caer, vaya, por medios menos visibles pero efectivos. En esa corriente, de la que ya les he hablado, hay los que creen que los ropones pueden jugar una baza importante y mueven sus alfiles. Objetivo, tumbar al gobierno por imputación. Son más de 40 las querellas que esperan trámite de admisión en la sala segunda del Tribunal Supremo y que aún no han sido ni siquiera trasladadas a la Fiscalía para que informe respecto a su admisibilidad o inadmisibilidad. Los movimientos, sin embargo, ya han comenzado.

Vivíamos instalados en la anormalidad y aquí estamos, enfrentando una nueva normalidad en la que todo sigue igual o como siempre, en la que toda reflexión profunda sobre lo acaecido se estrella contra la vocación lampedusiana de la totalidad de nuestros políticos

La fiscal general se ha abstenido del conocimiento de estos temas al considerar que tiene incompatibilidad por haber formado parte del anterior gobierno. Queda así desmontada la más que probable campaña sobre su participación en las más que posibles peticiones de inadmisión. No por eso los fiscales más conservadores van a dejar de sembrar cizaña para obtener rédito político. De forma anónima, han filtrado en la prensa que esta cuestión debe ser sometida a la Junta de Fiscales para lograr “un criterio técnico” unificado. Pretenden así que tales casos se aboquen a una especie de decisión asamblearia en un órgano que no tiene tal misión legal y en el que ellos, además, tienen aún mayoría. Jamás lo pretendieron con el procés. Ahí el parecer de los fiscales del TS era más que suficiente. El silogismo que se avecina, cuando se pronuncien pidiendo las inadmisiones, será: “La fiscal del Gobierno lo ha puesto en las manos que ha querido por motivos políticos”. Esa es la forma en la que hacen política individuos que son de derechas, o muy de derechas, y que como son fiscales intentan hacer su papelón en esta batalla, presentándose además como almas blancas, neutras y profesionales. No sólo es que no sea competencia de tal Junta debatir en asamblea la postura de la Fiscalía del TS, sino es que además nadie lo ha pedido formalmente ni los fiscales de sala lo han ni mencionado. Todo ruido, todo vieja anormalidad, todo un juego de alfiles para derrocar a su pieza señalada.

No hay casi nadie con sentido jurídico que piense que la mayoría de los despropósitos que se han plasmado en papel de querella vayan a ser admitidos, pero todos sabemos que siempre hay una posibilidad de que lo estrambótico se convierta en normal y que eso era norma en la anormalidad de antes.

Todo vale. También ser de derechas y presentarte en el Parlamento Europeo con todo tu patriotismo a denunciar que durante la pandemia hubo un estado de alarma que te cercenó todos tus derechos convirtiendo tu país en la Hungría de Orbán. Ni siquiera han pensado que esto le pueda venir bien a su mayor y declarado enemigo, Puigdemont, cuando el citado Parlamento sea llamado a votar su suplicatorio. La patria es una y, sobre todo, es suya. Poca broma.

Otros movimientos jurídicos también nos retrotraen a las viejas cuitas de antes. Las elecciones en Catalunya, que dependen del Tribunal Supremo y de cuando dispare el botón de la inhabilitación del president Torra. Hasta su defensa parece dar por sentado que será condenado y de ahí esa queja por la premura con la que la sala segunda quiere ver el caso. Si te van a absolver, cuanto antes mejor. Quejarse por que la justicia vaya deprisa es un caso perdido, no hay forma de defenderlo. Así que ahí anda el horizonte entre septiembre y octubre, para que el botón electoral pueda ser presionado por el propio Torra antes de abandonar el cargo. ¿Con un nuevo rebrote del virus? Es muy difícil hacer cábalas y, por tanto, también fijar estrategias basadas en los plazos procesales. Por eso la recusación de una decena de magistrados, que en ningún caso va a ser aceptada, puede que tenga una parte de táctica política porque el tiempo es aquí parte sustantiva y sustancial del procedimiento.

Nada ha cambiado, ni siquiera las cosas que la llegada de un nuevo gobierno podía cambiar y queríamos ver reformadas, ya que fueron detenidas por la fuerza imperiosa del desastre humano.

Voilà la nueva anormalidad que, desgraciadamente, no difiere de la vieja en nada.