La absurda situación de parálisis política en la que nos encontramos inmersos ha sido explicada o inexplicada en los últimos días desde muchas ópticas. No voy a incidir en ellas. Les avanzo que yo ya estoy convencida de que los socialistas no quisieron nunca ese gobierno de coalición y de que Podemos no ayudó mucho a impedir la táctica que se les puso enfrente. Más allá de eso, y del hecho de que parece imposible que un gobierno de izquierdas pueda configurarse, si no es porque parte de las fuerzas coaligadas fuerce a Iglesias a investir a Sánchez permaneciendo en la oposición, como en la moción de censura, tenemos la cuestión no suficientemente aclarada de por qué no es posible ese pacto.

Posibilidades hay muchas y abarcan todos los espectros de las disensiones de la izquierda cainita y los miedos del Ibex o de los poderes fácticos y todo aquello que lo rodea. No obstante, yo creo que sólo se ha hablado de refilón del factor catalán y del verdadero elefante blanco, al que nadie quiere mirar de frente, y que reside en el hecho de que los políticos no tienen ahora mismo ningún control sobre lo que pueda resultar de esa cuestión, dado que el verdadero poder reside, ahora mismo, en otro poder al que nadie controla ―lo cual podría ser constitucional― pero sobre todo que no tiene ningún contrapeso. Ahora mismo el elefante blanco que ocupa todo el espacio político se llama Poder Judicial en sus más estrictos términos, es decir, en los de aquellos que dentro del mismo ostentan el verdadero poder.

El tic-tac del reloj de esa posible investidura que aleje al trifachito no lo ponen una u otras formaciones, sino el tribunal de la Sala Segunda y, en último término, Marchena, que es ahora mismo la única persona en disposición de decidir qué día está terminada y lista para notificarse la sentencia que puede alterar, y que alterará, todo el panorama actual impidiendo algunas combinaciones, forzando a gestionar las consecuencias, y reforzando los relatos de otros. Eso Rufián lo explicó muy bien el otro día en la sesión de investidura. No hay mucho tiempo. Septiembre a lo sumo, porque, a partir de ahí, cualquier día puede ser bueno para que se decida comunicar una sentencia que se espera condenatoria y dura. Un ponente tiene ese poder. Un tribunal tiene ese poder. El Tribunal Supremo ha tenido ese poder desde que se convirtió la cuestión en materia penal a través de Maza. El TS ha tenido algo que decir sobre quiénes podían ser candidatos, sobre quiénes podían tomar posesión de sus cargos, sobre los números y las mayorías, incluidas las del Parlamento Europeo, porque quien resolverá ahora el recurso sobre el limbo democrático al que han sido enviados Puigdemont y Comín será, de nuevo, la Sala Tercera del Tribunal Supremo.

Eso es lo que pasa cuando la política se esconde tras las togas, que les entrega un poder que se escapa ya de cualquier control, y que puede convertirse en un boomerang en el peor momento

Mientras el Poder Judicial, no en su versión Montesquieu ―en la que cada juez, hasta el del más ínfimo pueblo, encarna al Tercer Poder― sino en la versión pragmática referida a quién corta el bacalao, continúa su lento pero imparable ejercicio del poder omnímodo, a pesar de que su tiempo constitucional haya pasado. Sobre eso ningún político ni ningún gobierno puede hacer nada. Mientras Pedro y los Pablos y los Albertos dan el espectáculo, mientras Junqueras hace planes desde la cárcel y Puigdemont estrategias desde Waterloo, ellos ejercen el poder a la chita callando y sin que nadie vuelva la vista hacia ellos, el verdadero elefante en el salón de la política patria. Desde el CGPJ, Lesmes está maniobrando sin focos para dejar copados los tribunales de mayor relevancia estratégica y política con aquellos a los que cree de su confianza. En las últimas semanas ha vuelto a adscribir a la Sala de Apelación de la Audiencia Nacional, saltándose las órdenes de la propia Sala Tercera, a los magistrados López y Velasco que aseguran la mayoría que conviene en esa sala de apelación a la que se verán abocados todos los asuntos de relevancia, incluido el de Trapero y compañía. Cerrando las cúspides con los afines te aseguras que en su independencia no se saldrán del tablero previsto. Así acaba de ser renovado también el presidente de la Audiencia Nacional, Navarro, que a la vez y de forma forzada preside esa misma Sala de Apelaciones.

No contentos con haber realizado ya en los últimos tres meses una veintena de nombramientos importantes, acaban de sacar la convocatoria ni más ni menos que del puesto que ocupa actualmente Marchena, la presidencia de la Sala Segunda, que él mismo revalidará mientras consigue su objetivo de presidir el propio Tribunal Supremo; además de tres magistrados del Supremo, las presidencias de los tribunales superiores de Aragón, Asturias, Extremadura, Canarias, Navarra y de otras tres salas, además de la presidencia de las audiencias de Bizkaia, Pontevedra, Segovia y Tarragona. Corre, corre que hay prisa y mientras estos no se ponen de acuerdo, nosotros a lo nuestro, que es dejar colonizada toda la estructura judicial.

Es evidente que todos estos nombramientos deberían haber recaído en el nuevo CGPJ salido del acuerdo entre el recién llegado gobierno de Sánchez y el Partido Popular. Aquello que negociaron Delgado y Catalá y que saltó por los aires al conocerse un mensajito de Cosidó, que debió hacer de tonto útil. ¿A quién le interesaba que no fructificase aquello? ¿Quién pensó que era absurdo que se dejara renovar, como correspondía, a la mayor parte de la cúpula judicial a un nuevo consejo de mayoría progresista cuando se podía dejar todo atado y bien atado? Es obvio que alguien con cabeza decidió reventar aquel pacto y que el tiempo le está dando la razón sin que nadie pueda hacer nada por impedirlo.

Así las cosas, el tiempo de los políticos es un tiempo de prestado. Hagan lo que hagan o intenten lo que intenten, el cabo de mecha sigue estando en manos de Manuel Marchena que es, hoy por hoy, el hombre con más capacidad de influir y alterar la escena política española. Algo disfuncional y extraño, pero eso es lo que pasa cuando la política se esconde tras las togas, que les entrega un poder que se escapa ya de cualquier control, y que puede convertirse en un boomerang en el peor momento.

Nada puede hacer Sánchez, ni nadie, en este caso más allá de intentar obtener de forma indirecta alguna información sobre los tiempos. Eso y contar con que Marchena sigue necesitando un pacto mayor que la mayoría absoluta de un Parlamento para conseguir su objetivo, motivo por el que seguro que practica cierta diplomacia. Siempre hay palomas mensajeras que traen y llevan mensajes. Los tiempos. Tampoco para un eventual indulto, que sería controlado después por el propio Tribunal Supremo. Tic-tac.

El detonador no lo tienen en Moncloa. Sólo pueden creer que tienen más datos sobre qué cable y cuándo es preciso cortarlo, pero eso siempre puede inducir a error.

El verdadero elefante en la habitación ni siquiera es Catalunya, es Marchena.