Toda guerra es un mar inexplorado, lleno de rocas, que la mente del general puede presentir intuitivamente aunque nunca las haya visto con sus ojos

Karl von Clausewitz. De la guerra

 

No conozco personalmente al president Torra ni a sus consellers, pero si les conociera, en estas horas de tensión con la Junta Electoral Central para la retirada de los lazos amarillos, aprovecharía para contarles un cuento. Los cuentos son lecciones, a veces sangrientas, siempre apoyadas en la experiencia pasada. No son cosa de niños.

De todas las noticias llegadas y sabidas, parece clara la intención del Molt Honorable de mantener el pulso a la Junta Electoral y de negarse a retirar, con unos u otros argumentos jurídicos, los símbolos a los que se refiere la resolución. Se expone así al inicio de acciones por parte de la fiscalía por desobediencia o por algún otro delito que ya se avanzan estudiando juristas deseosos. Escribo desde la Meseta, no lo olvido, pero me pregunto si este escollo merece tanta batalla y si no será una forma de dirigirse precisamente hacia los bajíos que han sido sembrados por quien espera una colisión y un naufragio.

Tampoco olvido los argumentos a contrario, los que desde el entorno avisan de que, en caso de asumir a rajatabla las órdenes de la Junta, Torra podría cometer el delito de prevaricación al impartir órdenes injustas a sabiendas de que legalmente no tiene tal competencia sobre muchos de los edificios en los que lucen los símbolos reivindicativos. Por ese motivo se ha enviado una relación de los mismos a Madrid, con la indicación del régimen legal en el que se encuentran, de cesión, de autonomía funcional, etcétera, para hacer valer ante la Junta Electoral que es imposible que Quim Torra ordene retirar los lazos o las estelades de muchos de ellos sin incurrir en responsabilidad.

Así la partida, parece que el president de la Generalitat se debate entre la desobediencia y la prevaricación y que, entre ambas, optará por la primera.

Es esa sensación la que me impulsa a contarle un relato que se remonta al franquismo y del que pueden extraerse algunas moralejas. Me contaron en la facultad, hace ya mucho, lo férrea que resultaba la censura franquista con los medios impresos, lo absurda que se mostraba y lo complicado que era sacar adelante cualquier tipo de contenido cuando tenías enfrente a un censor con lápiz negro y no siempre demasiada inteligencia. Cuando se llevaba la primera prueba de las galeradas de un diario, el hombrecillo gris se empleaba a base de bien tachando líneas, párrafos, titulares y a veces artículos enteros. Los tiempos con los que trabaja la empresa periodística convertían en un martirio el poder después completar las ediciones, tras la retirada del material censurado, y llegar a las rotativas a tiempo para distribuir.

Me pregunté desde el principio si, puesta en los zapatos del president de la Generalitat, merecería la pena rendir tan fácil el triunfo de dar un motivo para que te persigan penalmente

Ante esta dificultad, y la imposibilidad de sustraerse a la censura, sin acabar entre rejas, hubo periodistas que se las arreglaron para urdir ardides que les permitieran no caer en las garras del régimen, sacar la edición a tiempo y, además, alertar a sus lectores de qué partes habían caído bajo la tijera de la prohibición. Uno de los ejemplos de tal lucimiento intelectual, el régimen dio para muchos, lo encontramos en Gaceta Universitaria. Los burladores de los liberticidas decidieron redactar un largo, extenso y floreado cuento de Caperucita Roja que tenían perfectamente compuesto. Así, cuando el censor devolvía la edición llena de tachaduras y huecos que no podrían publicarse, los periodistas cubrían esos huecos con el cuento. A veces el volumen de lo censurado era tan grande que el cuento empezaba de nuevo a continuación del final. Hasta los titulares que no pasaban la criba se sustituían por un “Caperucita Roja”. La añagaza podía ser difícilmente perseguida por la censura franquista, a fin de cuentas, no publicaban lo prohibido ni el contenido del cuento tenía elementos que atentaran contra la esencia del régimen. Eso sí, se mordían los muñones pues era obvio que todo el mundo estaba al corriente de por qué se introducían tales morcillas y el propio ejemplar era un grito de alerta sobre la mordaza a la libertad de expresión que imponían. A más censura, más grito. Y no podían hacer nada por evitarlo.

La historia me vino a la mente nada más leer las resoluciones de los lazos. Me pregunté desde el principio si, puesta en los zapatos del president de la Generalitat, merecería la pena rendir tan fácil el triunfo de dar un motivo para que te persigan penalmente. No es un consejo que sea privativo. También sentí lo mismo cuando la sociedad española se manifestaba solidaria con Juana Rivas que se negaba a entregar a sus hijos. Era obvio que iba a ser procesada por secuestro y desobediencia. ¿Cómo animar a nadie a que se convierta en un mártir penal de una causa? He leído en alguna parte que nadie se convierte en héroe por méritos propios, sino por intereses ajenos. Así que, ¿por qué no hacerse un Caperucita Roja?

No es tan difícil imaginarlo. Algo que permita no exponerse a la persecución de la fiscalía y, a la vez, dejar claro que se considera una censura la orden de retirarlos. Algo que los tape y a la vez diga, de algún modo, este lazo ha sido retirado por orden de la Junta Electoral Central. No sé, cualquier cosa que funcione en ese sentido. Un cuento de Caperucita Amarilla... Llámenme tonta, pero también leí algo sobre un burlador burlado pero creo, más bien estoy segura, de que ese era otro cuento.