Un problema mal planteado es un problema sin solución”

Hay un chascarrillo apócrifo que cuenta la visita al médico de un hombre que sufría grandes dolores en todas partes de su cuerpo. El tipo se iba tocando con el dedo ante el galeno en diversas partes de su cuerpo emitiendo un quejido profundo y sostenido. “¿Lo ve, doctor?, me duele todo”. El médico acabó agarrándole la mano y haciéndole poner el dedo sobre su propia frente, con el sorprendente efecto de que el enfermo lanzó también un aullido de dolor. “¿Lo ve?” —diagnosticó el galeno. “Lo que sucede es que el dolor lo tiene en el dedo, que está fracturado”. Un chiste ingenuo pero que muestra claramente cómo el error a la hora de plantear los problemas nos conduce siempre a conclusiones equivocadas y, sobre todo, nos impide poner los términos de la solución.

Llevo tiempo diciéndoles que el problema de los togados que se han enrocado en ejercer el poder no es que sean franquistas, que no lo son, sino que es de otra naturaleza. Lo mismo sucede con la cuestión del incremento desmesurado de votantes de la ultraderecha en el Ejército o en las policías. No, no se trata de franquistas ni tiene que ver exclusivamente con que sean españolistas. De nuevo, si no somos capaces de encontrar el dedo fracturado difícilmente podremos entablillarlo y hallar la solución. Sucede que por nuestra historia nos sigue escociendo Franco, la Iglesia y la Monarquía, y con razón, pero también que no todos nuestros problemas se restringen únicamente a esos términos. Solo por la historia nos libramos de la historia mas no todo problema que nos aqueja es antiguo; otra cosa es que entronque, y creo que nos estamos perdiendo la diagnosis de las nuevas formas de ultraderecha que están creciendo en las democracias occidentales y que poco tienen que ver con Franco ni con los fascismos del siglo XX. Esta determinación es esencial porque, como queda dicho, si identificamos mal el problema difícilmente hallaremos la solución.

Partamos de la base de que tanto el chat como las cartas hechas públicas por los militares retirados nos importan en tanto en cuanto puedan reflejar un estado de opinión generalizado en los militares en activo, ya que, en caso contrario, su pataleta sería tan importante como la del colectivo de criadores de alfalfa retirados de Asturias. ¿Están los ejércitos y las policías llenos de ultraderechistas y de votantes de Vox? ¿Hay mucho voto a los de Abascal entre la judicatura? De haberlo, ¿eso influye en su trabajo? ¿hay riesgo de que pongan su función al servicio de su ideario ultra? Esas y no otras, creo, deben ser las preguntas. Lo de Franco, que tiene el culo blanco, creo que nos oscurece el panorama y nos impide ver con claridad.

Ya no somos un caso aislado. Casi nada sucede en nuestro suelo que no se repita en los países de nuestro entorno. Formar parte de uno o de otro o constituirnos en otro nuevo no nos va a solucionar la papeleta. Me explico tomando datos de un país como Francia, lo suficientemente cercano como para ser muy equiparable y lo suficientemente lejano en la historia como para haber purgado en su día a los colaboracionistas y petainistas y, además, lo suficientemente valiente como para acopiar los datos y ofrecerlos con transparencia.

Según los estudios llevados a cabo desde SciPo y la Fundación Jean Jaurès se puede afirmar que el voto al Frente Nacional de Le Pen supera el 51 % entre los miembros del Ejército francés y la policía, incluyendo, claro, la Gendarmería. Los datos son muy precisos, y de diferentes procesos electorales, pero vamos a quedarnos con que en las últimas generales el 41 % de los militares franceses y el 54 % de los policías habría votado a la ultraderecha. ¿Por Franco, por Petain o por causas de nuevo calado que es preciso analizar? El sociólogo de SciPo Luc Rouban ha escrito incluso sobre esa penetración en toda la función pública, incluyendo la enseñanza, la judicatura, la sanidad y el funcionariado en general. ¿Por Franco, por Petain o por algo diferente que hay que estudiar también aquí?

La diferencia es que en Francia no se esconden ante los datos; los buscan, los estudian y hasta van a preguntar a los interesados. En esos trabajos se descubre que cuestiones como la reducción de efectivos y medios, el incremento de presión de usuarios o el sentimiento de que sus profesiones o sus valores no son tenidos en cuenta por otros políticos pesan más que las cuestiones del pasado. “Los valores franceses que son transmitidos por el Ejército quieren ser llevados a todos los franceses por Le Pen, que quiere preservarlos, como la cultura francesa, y no como los otros candidatos que no hablan de ellos ni los tienen en cuenta”, dice uno de los oficiales entrevistados al respecto en uno de los estudios. Cambien los términos y verán cómo les sale un militar de otro sitio. En Alemania libran su propia batalla contra la infiltración, así como en Estados Unidos. En general la nueva ultraderecha tiene como estrategia común lograr adeptos dentro de los ejércitos y las policías y utiliza en cada caso el fantasma histórico que más le rinde: el supremacismo blanco, el miedo a la superioridad y crecimiento del islam o la unidad indisoluble de la patria. Son cebos de captura y forman parte de un programa calculado y estudiado por las fuerzas que amenazan a las democracias occidentales y que, ¡oh, sorpresa!, se hacen pasar por los defensores de esas mismas democracias.

Despreciarlos [a los militares] no arreglará las cosas. Estigmatizarlos de forma global, tampoco. Conocerlos quizá sea mucho más interesante

Por todo ello parece que no es la mejor idea para los demócratas de cualquier signo jalearles el ánimo y lanzarse como hienas estigmatizando el trabajo, el uniforme, su función, ya que esto sólo conseguirá ampliarles la base de captación. Y si alguien piensa que una deseada república catalana o vasca o española les libraría de esta tendencia, está equivocado. Así que esto hay que afrontarlo en otros términos que, probablemente, tienen más que ver por el acercamiento, el interés o la normalización que por el frentismo airado contra unos grandes grupos de personas a los que no podemos acabar con el grito de: ¡son franquistas! Si eso fuera así, sería demasiado fácil. Hubo una época de predominio y de percepción totalmente democrática de los ejércitos, en Bosnia, en las misiones internacionales, en su reconocimiento por otros ejércitos democráticos... ¿Qué ha pasado después?

Despreciarlos no arreglará las cosas. Estigmatizarlos de forma global, tampoco. Conocerlos quizá sea mucho más interesante. ¿Qué sucede en sus academias, en sus escuelas, con sus profesores, en sus núcleos de formación? ¿Qué problemas profesionales tienen, de vivienda, de riesgo por material obsoleto, de sobrecarga? ¿Qué temen y por qué? ¿Cómo está consiguiendo la ultraderecha responder a esas inquietudes? Al menos, con falsas promesas. ¿Cómo es que el resto de partidos democráticos ha olvidado tenerlas en cuenta?

Trabajar en ese análisis y en sus consecuencias puede ser vital para todas las democracias occidentales porque todas precisan mantener fuerzas de coerción. Gritarles franquistas, sin embargo, puede que nos desfogue mucho pero no nos dará la solución.