Han pasado y arrolladoramente. Han pasado y están ahí. Tres millones y medio de españoles han considerado una buena idea votar a una opción xenófoba, homófoba, antifeminista, contraria a los derechos humanos y, sobre todo, partidaria de una España unitaria y centralista. Mi más cordial enhorabuena a los que han despertado a la bestia del ultranacionalismo español. Mi agradecimiento profundo a los que les han dado la oportunidad de duplicar sus escaños y de convertirse en la tercera fuerza de un parlamento de la Unión Europea. Gracias, maestros, por esta segunda oportunidad.

Supongo que hay muchas interpretaciones y lecturas posibles de los resultados de estas aciagas elecciones, pero para mí no hay nada más relevante que la subida espectacular de la extrema derecha a lomos del nacionalismo español más rancio y más montaraz. Pero ahí están. Ahí están coreando “¡A por ellos!” mientras celebran su triunfo. ¿A por quiénes? A por los independentistas, desde luego, pero también a por todos los que defienden los pilares básicos de una democracia occidental: la igualdad, la justicia, los derechos humanos. ¿Quién gana con esto? Nadie. Ni aun si existen en Catalunya, como dicen las malas lenguas, los que a la chita callando se congratulan de que todo se esté poniendo tan mal en España. No deberían. La entrada con fuerza real de la extrema derecha en los Parlamentos democráticos no es un problema puntual sino un problema europeo y aun occidental.

¿A por quiénes? A por los independentistas, desde luego, pero también a por todos los que defienden los pilares básicos de una democracia occidental: la igualdad, la justicia, los derechos humanos. ¿Quién gana con esto? Nadie

Ellos están realizando una gesta política, una cruzada, un nuevo rescate, una cabalgada del nuevo Cid, una apuesta por el nacionalcatolicismo y, los demás, ¿qué coño están o estamos haciendo los demás? Esto va más allá de cualquier otra consideración y es lo más inquietante y decisivo que nos ha dejado la noche electoral. La pujanza del independentismo catalán ha despertado a la bestia dormida del ultranacionalismo español y ahora va a ser difícil aplacarla. ¿A quién puede interesarle esto? En términos democráticos el Parlamento Español estará conformado por 16 formaciones de las que la inmensa mayoría responden a principios democráticos y de libertades y derechos homologables. La gran fuerza de la bestia no son solamente su más de medio centenar de escaños, que se dice pronto, sino el carajal que impide a todos los demás pararles los pies. Ante el fascismo no hay ni siquiera naciones. Ante el fascismo sólo puede haber posturas firmes y decididas para proteger la esencia democrática europea. Eso transciende cualquier otra cuestión. Es tan grave, es tan preocupante, que ni siquiera que el viento de la historia haya barrido al histriónico Ciudadanos del mapa político puede servir de contrapeso.

Han triunfado y vienen “contra el consenso progre”, que es su torticera tradición del consenso democrático que une a tantos y tan distintos ante un horizonte de futuro realmente negro.

Para mí hoy, hasta los datos que arrojan una subida de los votos independentistas en Catalunya se diluyen porque sin el marco de referencia democrático, nada importa nada. Su próximo empeño será salir de Europa que es el último marco de referencia y el muro de contención frente a los abusos que aún nos queda a todos.

Es seguro que se pueden echar muchas más cuentas, pero estas son las únicas que me salen en un primer apunte de urgencia. Ya escribí que estas elecciones generales los españoles iban a votar en clave catalana y el resultado ha sido un desastre que sólo puede conmocionarnos a todos.

¡Buenas noches y Viva España!

Es lo que gritaban desde su balcón. Y en esa España suya no es que no quepan los partidos separatistas o independentistas, es que no cabemos ningún demócrata.

Sólo espero que todos los partidos estén a la altura de tal desafío. Y para eso no me importa a qué nación digan representar. La libertad es el único banderín de enganche.