De unos meses acá parece que La Vanguardia trate de restablecer el prestigio del viejo catalanismo con la colaboración de ERC y del gobierno de la Moncloa. Con PDeCAT en manos de Puigdemont, el diario borbónico no ha tenido más remedio que buscar un punto de apoyo y de justificación en el partido de Oriol Junqueras, que había tratado siempre con una mezcla de desprecio y de asco.

Los republicanos se dejan amar con el deleite de las personas débiles que aceptan cualquier tipo de amor y reconocimiento y, cuando hace falta, miran hacia otra lado. Los discursos de sus líderes —que podrían ser impugnados muy pronto por las bases del partido— han dado aire a las informaciones de algunos diarios madrileños, según los cuales el gobierno del PP intenta ayudar a los republicanos a conseguir la presidencia de la Generalitat.

Atrapados entre la presión de la justicia española y los juegos de manos del entorno convergente, los líderes de ERC tratan de portarse bien y hacen ver que se esfuerzan en volver el país en el corral autonomista. La Vanguardia hace ver que trabaja para abrirles un espacio dentro del imaginario del sistema y así todo el mundo hace un poco de teatro. El momento es delicado porque, como ha advertido Rajoy, el independentismo amenaza con salir de Catalunya y de eclosionar en Valencia y en Mallorca.

El problema es que el autonomismo se ha quedado sin discurso y basta de ver la nostalgia que rezuma en sus formas más diversas, para hacerse una idea de cómo degenera. Hay un hilo conductor de cursilería y, por lo tanto, de impotencia y falta de talento, que liga el republicanismo de Joan Tardà, la idealización que Ciutadans hace de la Transición y los artículos de arqueología política que publica La Vanguardia.

El pasado es un veneno que te va matando poco a poco cuando sólo eres capaz de proyectarlo al futuro con ilusión fingida. El catalanismo servía para sublimar el deseo de independencia mientras el aislamiento del Estado español y la experiencia de la violencia militar permitían a la clase dirigente barcelonesa asustar al pueblo. Como el autonomismo necesita recrear las condiciones que lo alimentaron para sobrevivir, los discursos cada vez son más pequeños y las metáforas suenan más forzadas.

Sin los ataques de rabia de Girauta, por ejemplo, ERC no podría hacer homenajes a Jordi Pujol, ni el conde de Godó podría hacer ver que protege los intereses de Catalunya como si fuera Francesc Cambó. A pesar de los lazos amarillos y los líderes encarcelados, hace reírse de que en plena globalización, ERC y La Vanguardia traten Catalunya como una figurita de Lladró a punto de romperse. Ahora los catalanes ya no se disuelven cuando se marchan al exilio y la memoria del país va emergiendo con fuerza, sin que haya forma de silenciarla.

Como las élites y los partidos que aceptaron las amenazas de Madrid no saben pensar fuera de los esquemas de la represión insisten en los tópicos de las épocas pasadas, pero el pasado no volverá y el futuro está por escribir. El viejo catalanismo nació de la posibilidad real que cada catalán tenía de ser eliminado físicamente. Hoy los tópicos que le dieron cuerpo son como esta literatura afectada de pesimismo que se justifica, para montar sus pequeños dramas morbosos, con el hecho de que la vida no sea tan regalada como en el paraíso de Adán y Eva.