"Así que, habéis estado bien?”, oigo que pregunta la chica del hotel a una pareja aparentemente feliz mientras pasa su tarjeta por el datáfono. El hombre desvía la mirada hacia los ventanales. Dice que sí poco convencido, mientras busca la épica romántica de las montañas que adornan el establecimiento. La mujer da un pasito hacia atrás que no se sabe si es para huir, o para coger impulso. Después de un instante de duda acaba diciendo: “Mira, la verdad que estamos un poco dolidos”.

La cara de sorpresa de la recepcionista es poca cosa junto al chasco que las palabras dibujan en el rostro de la señora. En lugar de liberarla, parece que la confesión ejerce un peso de plomo sobre su físico perfectamente cuidado, todavía jovial y atlético. Se nota que hace un esfuerzo para ser educada. La manera de contener la mala leche me recuerda al dolor que, a muchos amigos, les producía hablar mal de los políticos encarcelados hasta no hace mucho.

"En este hotel se casaron nuestros padres —oigo que dice la señora, buscando la mano de su hombre—. Los dos vinimos de pequeños con las familias respectivas. Los dos tenemos, o teníamos —corrige como si no supiera cómo arreglarlo— un recuerdo magnífico de las estancias que hicimos en las habitaciones que dan a la terraza. Reservamos la habitación más cara del hotel no porque seamos multimillonarios sino porque supimos que reabríais y nos hacía ilusión daros un empujón".

"La última vez que vinimos, la cosa ya iba de baja", me parece que explica la señora para tratar de dejar claro que no critica sin base. Entiendo que aquella vez un San Bernardo se metió en la sala donde se celebraba la boda de su hermana y se comió un canapé que había caído al suelo ante la indiferencia de los camareros. Aun así, en aquella época la terraza que hay ante la ermita todavía no parecía un bar de playa.

- "¿Qué necesidad tenéis de estropear un lugar idílico con estas tablas de Coca-Cola y de cerveza de Estrella?", pregunta la señora, desolada, conteniendo la indignación, muy finalmente.

Yo también me acuerdo de aquel mobiliario de jardín romántico, y las mesas de mimbre de las que me hablaban mis padres. Yo también he quedado sorprendido de encontrar mesas y sillas de hierro forjado estropeándose en rincones inverosímiles. Diana y yo también jugábamos a hacer la croqueta con nuestros hermanos respectivos en la misma pendiente de la terraza que da a las habitaciones más solicitadas. Hemos pedido un cepillo de dientes y nos han dado un kit de cuando Joan Gaspart era presidente del Barça.

Por un momento pienso en sumarme a las quejas de la señora. La piscina tiene el césped artificial mal puesto. La caseta de los perros parece una madriguera de pulgas; el bufete del almuerzo, una gincana organizada por un camping. Los San Bernardos han perdido el encanto. Su bondad natural, tan pedagógica para los pequeños y para los adultos, emite una apatía deprimente, de bestia desmoralizada. El hotel me hace pensar en el país que se consume entre los escombros de la cultura del dame pan y llámame tonto.

Gaspart tuvo el hotel cerrado durante unos años y ahora parece que lo han cogido otros empresarios. No sé si también son de estos que después se quejan que, en Catalunya, los negocios están mal vistos. “¿Habéis puesto todo esto en el cuestionario que hay en las habitaciones?”, oigo que responde la chica de recepción. La señora le acaba de decir que había pagado 200 euros por una suite con jacuzzi y que no había jacuzzi, solo una bañera grande y un dispensador de jabón de clínica.

La chica insiste en el cuestionario y veo que Diana llega con la maleta. “¿Ya has pagado?”, me pregunta. “Dice que nos perdonan los extras”, le respondo con una sonrisa. Y mientras la acompaño sutilmente hacia la salida, añado: "venga, que te invito a comer a Can Besa". “Es importante que todas estas quejas lleguen a los de arriba”, he podido oír que decía la chica del hotel, como si fuera una tertuliana de Podemos. Y más de lejos, cuando ya salíamos, la pobre señora: “Es que tenéis un pobre San Bernardo que se pasea con la nariz llagada!”.