Seguramente no hemos sabido aprovecharnos lo suficiente de la existencia de Xavier Rubert de Ventós. No era solo un sabio, también un visionario que veía más allá que la mayoría de los mortales. De algunas conversaciones que tuve el privilegio de tener con él siempre me sorprendió lo que yo interpretaba como una gestión optimista de la decepción.

“La democracia es el totalitarismo de las apariencias” es una frase de su libro El cortesano y su fantasma, fruto de un cierto desencanto que le generó su actividad política en el Congreso de los Diputados y en el Parlamento Europeo. Es un libro de hace más de treinta años, pero leído ahora cualquiera diría que se refiere a las políticas de la Catalunya actual.

Sin ir más lejos, la independencia de Catalunya —que por cierto Rubert de Ventós consideró como algo positivo incluso para España— se ha convertido, en tanto que reivindicación política, en una posición meramente performativa de los grupos que se reclaman independentistas. Son independentistas porque lo dicen ellos. Y punto. Y lo dicen porque saben que muchos catalanes, con razones suficientemente acumuladas, quieren la independencia y les conviene mantener las apariencias. Ni ahora ni en 2017 los partidos independentistas estaban dispuestos a organizar la revolución que requiere un objetivo político de esta envergadura, porque —como era obvio— no se veían capaces de hacerlo. Antes y ahora buscaban un nuevo pacto con el Estado después del desastre del Estatut. Antes movilizando a la gente y ahora desmovilizándola.

La independencia de Catalunya se ha convertido en tanto que reivindicación política en una posición meramente performativa de los grupos que se reclaman independentistas. Son independentistas porque lo dicen ellos. Y punto

Sin embargo, los grupos independentistas siguen proclamando su independentismo porque no tienen más remedio, dado que mucha gente, cargada de razones, quiere la independencia y los partidos no quieren perder clientela. Es cierto que buena parte de los ciudadanos independentistas, a pesar de haber constatado que la independencia no forma parte de los objetivos de sus representantes, tampoco están dispuestos a retirar su apoyo. También es una forma performativa de ejercer el independentismo. Son independentistas sobre todo por votar partidos que se postulan como independentistas aunque sepan que el objetivo no se plantea a corto ni a medio plazo. Como se sabe, a largo plazo, todos calvos. De alguna forma también buena parte de los ciudadanos, que tampoco están dispuestos a poner en peligro su patrimonio, exigen de sus representantes que, al menos, al menos mantengan las apariencias.

En la reciente negociación de los presupuestos, las apariencias han sido determinantes. Quien ha sufrido más ha sido Esquerra Republicana, que para asegurar la continuidad del Govern, no ha podido mantener las apariencias de su discurso político, pero tampoco el PSC, que ha acabado apoyando a un gobierno que se llama independentista —choque de apariencias— imponiendo condiciones que poco tienen que ver con la apariencia de partido de izquierdas con que se quiere identificar.

En este punto, la política catalana, tan insólita, escenificó el juego de las apariencias con el reglamento del juego de las sillas. Hay tres contrincantes que circulan alrededor de dos sillas y cuando termina la música uno se queda fuera. Junts per Catalunya insiste en alejarse de su apariencia convergente e inmediatamente ERC y PSC se han apresurado a ocupar la silla vacía de la antigua Convergència. Esquerra con su apuesta por la estabilidad política española y el PSC defendiendo las posiciones más business friendly que se identificaban con el partido de Artur Mas. ERC y PSC se afanan por una apariencia convergente y el resultado conocido por todos es que Junts se han quedado sin silla.

ERC y PSC se afanan por una apariencia convergente y el resultado conocido de todos es que Junts, empeñados en desmarcarse de su pasado, se han quedado sin silla

El totalitarismo de las apariencias también funciona en la política española. El Gobierno PSOE-Unidas Podemos se reivindica como el más progresista de la historia, proclama la defensa de los pobres contra los ricos y preconiza el reencuentro con Catalunya. Esta es la apariencia, pero la realidad es que los bancos han disparado sus beneficios, los presupuestos aumentan como nunca el gasto militar, se pretende mantener el poder represivo de la policía en la ley mordaza y de Catalunya solo les interesa capturar a Puigdemont.

Barcelona no podía ser distinta. España ha sido condenada por la Justicia europea porque el gobierno municipal más ecologista de la historia, según las apariencias, ha sido condenado, igual que el de Madrid, por el elevado grado de contaminación, señalando que en el área metropolitana barcelonesa la aplicación de la zona de bajas emisiones "no ha sido suficientemente efectiva". No podía serlo si, al mismo tiempo, se ha aplicado una política disuasoria del uso del coche privado que ha dado como resultado que los vehículos contaminantes tarden un 30% más de tiempo en llegar a su destino.

Llegados a este punto podríamos decir, parafraseando a Rubert de Ventós, que las apariencias son el totalitarismo del engaño.