Te metiste en mi piel a través de algún detalle pequeño que me cogió con la guardia baja. Cuando me dijiste que la vida consistía en trabajar para gastar la paga extra del verano, me di cuenta de que lo tenía muy jodido para escaparme. En los combates eras astuta. Vestías el Kimono con tanto pudor que casi parecías oriental. Pero mi imaginación no era tan despierta y retorcida como lo es ahora.

No sé por qué se me metió en la cabeza la idea de poner color a tu vida, si ya se te veía feliz con tu austeridad de pensionista afable. Me gustaba que no necesitases a nadie, tu indiferencia por los grandes escenarios, que tuvieras la intuición de que hay cosas que vale más no saber nunca, si no te ves capaz luchar mucho para dominarlas.

La fascinación de tu cabello, de tu piel, y de tus pechos y de tu coño, naturalmente, vinieron después. Lo que me llevó a ti eran las ganas de encajar con el entorno de una forma que no fuera impostada. Admiraba la tranquilidad con la cual dejabas pasar el tiempo, aquella resignación conventual de la cual nunca te avergonzabas ni hacías gala. Era como si vivir o morir no tuviera importancia, como si no hubiera nada mejor a hacer en el mundo que ir al gimnasio para poder llevar una vida casera.

Tu sencillez alegre me parecía mucho más genuina que la pedantería de las chicas de la universidad. Tu escepticismo era más espiritual y poco interesado que este que predican algunos intelectuales que se creen que son sabios. La capacidad de adaptación y de camuflaje de una mujer puede volverse una fuerza más salvaje que las ganas masculinas de follar, cuando puede disfrazarse con razones sofisticadas. Tú sólo leías por las noches para dormirte o los domingos para distraerte.

Si el primer amor me descubrió que tenía sentimientos, tú me encendiste un fuego que ninguno de los dos se esperaba. Sin la comedia, ni demasiados temas de conversación, sólo teníamos el cuerpo para acercarnos el uno al otro. Éramos igual que una canción de verano de estas que se enganchan. Las mejores canciones son lo bastante vulgares para que nunca te dé pereza de escucharlas. A veces cuando te dejaba en casa, llegaba a mi habitación como si me hubieran amputado, pasaban horas hasta que mi cuerpo no se calmaba.

Seguramente el deseo no me ha quemado nunca tan fuerte ni me ha hecho sentir tan burro y vulnerable. Ahora no explicaremos las sudadas que hicimos y como al final perdimos la virginidad. La cuestión es que vivías con tan pocas cosas que era como un niño en una pastelería tratando de comportarse. Una noche volvía hacia casa y un grupo de chicas me preguntó si les podía aparcar el coche. Había una que se marchaba a México para casarse, se puso nostálgica y me dejé llevar.

Al día siguiente fui a tu casa como quien va a una ejecución, la calle parecía el pasillo de una prisión de alta seguridad americana. Debieron pasar más de 15 años hasta que no te volví a ver. Tú seguías con tu vida de siempre, llenando el mundo con los mismos rituales, igual de guapa que cuando mi abuela me dijo: "esta chica te conviene, tiene los dientes sanos y blancos". No te habías decidido a tener hijos, vivías con el chico que había venido después y hablabas con la misma simplicidad franca y alegre que tan me gustaba.

Mientras tanto yo había estudiado periodismo, me había doctorado, y había publicado un par o tres de libros. Pensé que el tiempo no nos había tocado ni un pelo, y que un tigre y una tortuga marina pueden amarse, pero que están condenados a separarse. ¿Qué sería de la tortuga si tuviera que vivir en plena selva, o del tigre, si tuviera que correr en una playa? El cuerpo sólo puede amar a través del espíritu, y la gente que piensa lo contrario a menudo corrompe una cosa y la otra. Pero la pasión se apaga cuando el cerebro comprende de qué materiales irreversibles está hecha la distancia.

Porque el deseo es una intuición y el amor una certeza ciega.