Cuando un partido tiene, a tan sólo dos meses de unas elecciones, el grado de descomposición interna que se visualiza en el Partido Popular, sus opciones de ganarlas suelen ser siempre muy remotas. Acostumbrado a una granítica dirección de la mano de José María Aznar, el PP actual es un cuerpo inerte en la vida pública, sin impulso político que le haga atractivo a ojos de cientos de miles de sus electores históricos y, lo que es más preocupante para sus intereses, es percibido por amplios sectores del centroderecha español como uno de los problemas del país, más que como una solución.

A ello se ha añadido, esta semana, un nivel de conflicto interno que no se ha podido contener en el interior de las propias filas del partido y del gobierno y ha estallado abruptamente ante la opinión pública. La crisis en el País Vasco, con dimisión incluida de su presidenta, Arantza Quiroga, después de ser desautorizada por su atrevido movimiento en favor de la paz, devuelve a los populares a la senda de la bronca que tan bien conocen en el seno de la organización y que siempre acaba desembocando en su marginalidad política. Algo, por otro lado, que ya empieza a ser habitual: sólo hace falta abrir el foco y ver las peleas de sus dirigentes en Madrid, Valencia o Andalucía, por citar tres ejemplos. ¿Y qué decir de la singular batalla que ha abierto el ministro Montoro contra sus compañeros de partido y de gabinete? Sus críticas al ministro Margallo por su arrogancia intelectual o su descalificación de Aznar son, seguramente, compartidas en el seno del Partido Popular pero trasladan la impresión de desgobierno y, lo que es más peligroso, de final de etapa.

La llamada a cerrar filas alrededor de Mariano Rajoy suena sobre todo como un grito de auxilio en un barco a la deriva. Al PP le quedan como nueve semanas y media para los comicios y no es seguro que esté a tiempo de transformar el camino de espinas que tienen por delante en el camino de rosas con el que soñaban hace muy pocos meses.