Hace un par de semanas, en una sobremesa, algunos amigos me recomendaron que entrara en la web de Amazon y me comprara un plug anal, un dildo y también una cosa que se llama strap-on. Las sobremesas me gustan porque hay un punto en el cual la conversación se desinhibe y, como pasa en los carnavales o en los diálogos entre hombres que se tienen mucha confianza, todo el mundo acaba por hablar de sus obsesiones y sus traumas. 

―¡Disfrutarás! ―me decían mis amigos. Y no parecía que lo dijeran en broma, o que me quisieran tomar el pelo.

En las sobremesas, las convenciones tienden a desvanecerse y el humor te permite imaginar escenas pintorescas que te ayudan a pensar. Mientras mis amigos me intentaban convencer de que me metiera cosas por el culo como si fuera la cosa más normal del mundo, yo pensaba qué haría un gorila. A veces la vida animal es útil para poner orden entre tanta impostura y confusión. A mí, me cuesta imaginar un gorila dejándose encular por las hembras de su grupo o intentando introducir algún objeto en su ano. Ni que fuera exclusivo de Amazon Prime.

La sodomía ha tenido epígonos muy viriles e inteligentes y no seré yo quien la critique o la desprecie. Los hoplitas, los intelectuales victorianos, los mineros y los marineros de muchos rincones del mundo, la han practicado a troche y moche. Pero la sexualidad también es un símbolo cultural y no puedo evitar preguntarme si no hay una relación demasiado directa entre un determinado tipo de feminismo que mezcla el sexo con el poder y las formas de placer que van conquistando a mis amigos heterosexuales.

A medida que la desmoralización avanza, algunas feministas extreman los discursos agresivos y los hombres influenciables se desconectan de su biología para complacer la idea facilona que la propaganda les transmite de la mujer liberada. Meterse objetos por el culo, tal como está el patio, es un lujo de emperadores y un consuelo de pobres. En Catalunya, también diría que es una forma de entrenarse para someterse dócilmente a España. Además, legitima el capricho de estas mujeres que quieren feminizar a los hombres para ahorrarse hacer el esfuerzo de comprenderlos y ayudarlos.

Cada cual puede tener los vicios que quiera, pero intentar normalizar las perversiones destruye las mismas perversiones, que tan necesarias son para vertebrar una sociedad y cohesionarla alrededor de unos ideales poéticos. Banalizar las perversiones debilita la virilidad tal como la entendían los romanos y, por lo tanto, degenera el poder que se desprende de las acciones del individuo. Estaría bien que fuéramos conscientes de que nuestros gustos sexuales están influidos por la dictadura de las modas, y que las modas esconden intereses de poder que tanto pueden destruir el alma de los hombres como la de las mujeres.

El prestigio que la sodomía van ganando entre mis amigos heterosexuales me hace pensar que, igual que el comunismo y el fascismo se tocan, también se tocan el machismo y el feminismo. A pesar de que siempre hay sorpresas y excepciones, el sexo anal que yo prefiero es el que se produce cuando el ano de una mujer a la que quieres te dice “ven ven” y tú entras dulcemente, como quien no quiere la cosa, casi por equivocación, para poder decirle, sin decirlo, que protegerías su retaguardia con la vida, si fuera necesario.