La última película de Pixar, Coco, me ha hecho pensar en la ocupación española y en las aventuras que mis mejores amigos y yo mismo hemos corrido para evitar caer en su lógica destructora. La película explica la relación que hay entre la memoria y el talento y como el mal te va desertizando cuando te dejas atrapar por los miedos y los tabúes de la gente que más amas.

El protagonista, Miguel, vive en una familia que odia la música desde hace generaciones. Ni él mismo entiende de dónde le viene la manía de tocar la guitarra, que guarda en una buhardilla, a escondidas de los padres. En casa todo el mundo se ha acabado creyendo que es feliz de trabajar en el negocio familiar y el niño no sabe como superar la mafia de emociones que, en nombre del bien común, lo quiere obligar a renunciar al sueño de ser músico.

La película recuerda cómo la tierra te oprime cuando eres hijo de una injusticia y tienes miedo de recordarla para no tener que confrontarla. El odio que la familia de Miguel tiene a la música me hace pensar en el odio que muchos catalanes de cierta edad tuvieron a la idea de la independencia. La relación entre violencia y libertad que los carroñeros de Barcelona y de Madrid todavía intentan explotar, es igual de perversa que la relación que algunos personajes establecen entre la música y la disgregación de la familia.

La madre del protagonista, por ejemplo, es como un Jordi Pujol, un referente tribal que se ha dejado engullir por la desgracia de los antepasados y que, sin querer, contribuye a preservar los rituales miedosos y enrarecidos de la familia. Coco es la abuela moribunda y conecta al clan con la historia que quiere olvidar a través de un hilo delgadísimo de memoria. El niño es como algunos de mis amigos, una criatura creativa de un entusiasmo luminoso, capaz de defender a todo o nada su talento y su idea de justicia.

El papel de España lo representa Ernesto de la Cruz, el mítico músico que de entrada deslumbra al niño y que al final sabremos que construyó el éxito sobre la traición y la mentira. La historia de Catalunya se puede explicar a través de Héctor, el bohemio marginado y melancólico que se hace amigo del protagonista en el país de los muertos. Como hay gente que odia los spoilers explicaré que la fama de De la Cruz es incompatible con el simple reconocimiento de la existencia de Héctor, que sólo pide ayuda al niño para que sus descendientes no lo acaben de olvidar, sin ni siquiera reivindicar su historia.

La película trata de manera original la influencia tiránica que las desgracias sufridas por los muertos a menudo ejercen en las reacciones y en el pensamiento de los vivos. La gente, cuando es vulgar, empieza mintiendo para no herir a las personas que quiere y se acaba autoengañando hasta crear cadenas de confusión inconmensurables. La película te recuerda que el futuro se encuentra en el pasado y que el talento es la capacidad de deshacer nudos gordianos y despertar a los dormidos con esta sabiduría de arrabal que se suele aprender en los márgenes del amor y de la vida.

La historia no podría tener un final feliz sin el viaje que el niño hace en el mundo de la ultratumba con gran riesgo de no poder volver nunca más a casa. La aventura de Miguel te enseña que no hay desgracias permanentes, ni páramos en los cuales no puedan crecer flores. Como vemos en Catalunya cada día, hay el vértigo y la pereza que produce defender el bien y la tristeza orgullosa y arrogante —a veces disfrazada con discursos de cotorra— de los que justifican la injusticia o la maldad con la supuesta imperfección del mundo.