Desde hace pocos meses, he vuelto a ir a dormir temprano. A veces, nada más apago el ordenador, los ojos se me cierran tan rápido que no tengo tiempo de decirme: Me duermo. El cuidado del cuerpo y el adiós provisional al perico me han provocado una acumulación de sueño prácticamente vergonzante, pues no debe de ser muy moral que los torturados mentales remoloneemos de esta forma hasta casi cuando dan las nueve, una mejora de los hábitos que acepto con el mismo estoicismo de esta renovada salud de hierro que me regala hacer cara de jovencito. Desde enero, levantarse ha vuelto a ser una tarea digna, y la angustia de querer tirarse por la ventana ha pasado al agrio vals apremiado hacia la primera meada y la feliz cita diaria con la báscula: sábado, 88,2, ya he perdido casi doce, pas mal. Hoy quizás me regalo un desayuno en el Mauri, aunque una pastelería del Eixample sin abuelas convergentes tomando café no es lo mismo.

Pensaba que el sol no volvería nunca, cavilo mientras enciendo el primer davidoff del día y se me quema la tráquea. Pero eso de la felicidad, ya lo sabéis, es un bien escaso en esta nueva época de libertad condicional. El rumor viene de lejos y rompe la armonía insultante del cielo azul, es inconfundible y mi cerebro lo saluda con las dos palabras que se asocian por naturaleza: octubre, fuego, y después Urquinaona, policía, jóvenes, aeropuerto. Apuro el purito y en el mismo instante en que el humo mezclado con café toca mi paladar, me estremezco, atento a alguna cosa extraordinaria que pasa dentro de mí. Sin saber cómo ni por qué, vuelvo a estar en la ventana, invadido de un odio visceral, con el cuello torcido como una bailarina aficionada, me vuelven a importar un comino las vicisitudes de la salud y ahora me es inofensiva la alegría de verme sin barriga y más guapo, y el único impulso que puedo revivir es el odio, llenándome del virus de la mala leche. Ha vuelto la vigilancia, está aquí, no hay ninguna duda: ha vuelto el helicóptero.

Los hijos del 11-S (2001, Nueva York) aprendimos que el terror, pero también la vigilancia y la ruptura de la intimidad, nos llegaría del cielo. En cualquier momento podría caer un avión y hacer un agujero en plaza de Catalunya, decían los apocalípticos. La mirada a las estrellas volvió el pasado octubre, cuando nuestros chavales nos daban una lección y, con una maleta de ideales ingenuos pero cuando menos defendibles, dijeron que eso de hacer artículos y tuits estaba muy bien, pero que quizás había que salir a la calle a molestar un poco. Nuestro gobierno colonial les animaba a trepar, con un cinismo que ahora retorna, aun enviándoles a una policía que todavía no les ha devuelto los cinco ojos y medio cojón que les robó. La verdad que busco no está en un aparato volátil, ni en un ruido, sino en mí mismo. No veo el helicóptero, pero ha suscitado una forma de ira que sólo él puede hacer real.

Subo al terrado. Es normal que el poder intente acechar la cartografía perfecta del Eixample. Cerdà tuvo la osadía de pensarlo como un barrio autárquico, donde cada escalera, cada isla y cada calle pudieran ensayar formas de autogestión comunales casi perfectas. Estos días se ha puesto de manifiesto: hemos recuperado el vecindario, la solidaridad de la calle, la preocupación por el otro. Por eso vuelven a enviarnos el helicóptero, porque a los tecnócratas de la Meseta nada puede molestarles más que que seas capaz de hacer funcionar tu pequeña comunidad. Ildefons pensó este barrio para que los coches pasaran rápido y los hombres pudieran vivir allí ayudándose, y ahora ese ruido te recuerda que no, que tú te tienes que quedar en casa no sólo porque el bicho te puede matar, sino sobre todo porque te están vigilando desde arriba. Vuelvo a encender otro purito, porque necesito que el fuego rebrote dentro de mí.

Está el miedo al cielo, pero no hay nada más angustiante que la tortura de un ruido que se hace continuo. Nunca he podido soportar los ruidos como este. He cambiado mil veces de nevera, los relojes se fueron de casa mucho antes de que se inventara el móvil y cada vez que hay cristales con más capas aislantes corro a comprarlos con la avidez de un yonqui. Hacía días que nos habíamos regalado cierta esperanza, los padres podrían respirar un poco tranquilos y los veías explicando a los críos que pronto se podría salir a la calle sin peligro, y va y los cabrones de siempre vuelven a encender el play del helicóptero de los cojones. Saben que no sólo me recordará su impunidad, sino que me regurgitará la asquerosa tendencia a obedecer de los líderes de mi triste, pobre y desdichada tribu. Lo han hecho antes de que el espíritu de los niños vuelva a alegrarnos la calle. En el fondo, eso les da mucho más miedo que el fuego.

Todo eso lo saben perfectamente los pilotos de este helicóptero, y yo sólo puedo salvar el llanto fumando con compulsión, mientras trato de ahorrarme las ganas de una nueva noche incontrolada, mientras toso repitiendo hijos de puta, sois una panda de hijos de puta. Se me pasará pronto. El ruido se va al mediodía.

(Las citas robadas de Proust las encontraréis en el Combray versionado por Josep Maria Pinto a Círculo de Viena, 2009. La versión de Valèria Gaillard, en Proa (2019) todavía la tengo que leer. Me pondré en breve. Compradlas, que los dos han hecho una trabajazo).