Estamos ante un caso que sólo se puede calificar de inefable en una democracia. Supongamos un estado que se encuentra inmerso en una crisis institucional sin precedentes en los últimos 70 años, una crisis que es incapaz de resolver políticamente que, de hecho, es un tema recurrente durante las tres últimas centurias.

La única idea que tienen las mentes pensantes del régimen de este país es poner el caso en manos de la justicia; y también de la policía, que parece no obedecer ninguna orden desde las altas instancias de seguridad. Así se enciende la maquinaria judicial que, a trancas y barrancas, como en los partidos de fútbol malos, patada y hacia adelante, y sin especial finezza ni brillo, abre de forma en apariencia inconexa varias causas contra los disidentes, que no tienen nada de violentos y que ponen en escaque el sistema.

Llega la primera gran sentencia, ni más ni menos que de la mano de su Tribunal Supremo, y como los tejemanejes son múltiples, una de sus derivadas acaba ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), que decreta que uno del procesados-condenados lo fue contraviniendo su condición de europarlamentario y, por lo tanto, su inmunidad, estatus que los sentenciadores no le quisieron reconocer. Esta sentencia del TJUE perfila el estatus de eurodiputado y hay que ejecutarla en este país imaginario que todos conocemos.

Pues bien: esta sentencia se da a conocer —sin ninguna filtración previa antes (cosa insólita en nuestro conocido país imaginari)— hacia las 9 y media de la mañana del jueves pasado. Una hora después de esta comunicación pública u oficial, los cuatro fiscales de la causa —entre ellos el anterior fiscal general del estado— firman un escuálido escrito, generoso en espacios en blanco, en el cual se oponen, sin emplearse mucho, a que el eurodiputado sea liberado. No hacen falta más detalles técnicos.

Una persona medianamente conocedora del hecho de que la Fiscalía es un cuerpo jerárquico y centralizado donde, incluso, por banales apelaciones o casaciones, se reúne la Junta de Fiscales de Sala, pensaría que esta se había reunido y había dado su opinión previo estudio detallado y así no volver a meter la pata en el pleito más importado de la historia moderna de nuestro país imaginario. Una persona medianamente conocedora y prudente —quizás no haya tantas en nuestro país imaginario— pensaría que la fiscal general del Estado estaría informada y habría tomado parte en las sabias deliberaciones de rigor. Al final, como en todo cuerpo jerárquico y centralizado, habría dado su visto bueno, es más, habría ordenado tal actuación o tal otra. Por eso el Ministerio Fiscal es, en el país imaginario, un cuerpo jerárquico y centralizado y, por lo tanto, no disfruta de independencia.

Pero, mira por dónde, en nuestro inefable país imaginario, cuatro fiscales, cuatro, sin que conste ni deliberación fuera de ellos cuatro y ni ningún acuerdo de ningún superior, han decidido ponerse con celeridad de récord olímpico al cumplimiento de una sentencia del TJUE. Sentencia que, repito, es primordial, dictada en uno de los muchos rabiosos flecos del más importado caso real en el país imaginario.

Ante todo esto, no podemos concluir que la Fiscalía en nuestro imaginario país no es un cuerpo ni jerárquico ni centralizado, sino una unión de togas que, como los radicales libres, sobrevuelan los procesos y actúan como mejor creen que sea a unos intereses que no sabemos cuáles son.

Porque, atentos lectores y lectoras, convendrán conmigo que, si la Fiscalía en nuestro imaginario país, fuera jerárquica y centralizada, la fiscal general del Estado no parecería estar desaparecida, ni los cuatro fiscales, cuatro, firmantes del escrito referido, hubieran actuado como relámpagos judiciales (visto y no visto) sin que conste ninguna reunión de ninguna Junta de Fiscales de Sala ni ningún despacho del asunto con la fiscal general del Estado. Si alguna de estas reuniones hubiera tenido lugar en nuestro imaginario país, Arcadia de las filtraciones, habríamos sabido hasta cuál de los asistentas prefirió el té al café y quien tomó un desgraciado (cortado descafeinado con leche desnatada y sacarina). Incluso eso se conoce imaginariamente en nuestro imaginario país.

Por lo tanto, no cabe otra conclusión que aceptar como altamente verosímil la desaparición de la fiscal general del Estado, cosa que demuestra de manera fehaciente la independencia de los miembros del Ministerio Fiscal, tal como la predican miembros de tal instituto y sus supporters, especialmente mediáticos.

Tenemos un caso. El caso de la fiscal desaparecida.