El otro día —me parece que fue el 4 de julio— mi madre me recordó que ya hace 14 o 15 años que nos casamos. Por un instante me pareció que hablaba de otra persona. Tuve que hacer un esfuerzo por recordar los detalles de la boda y la vida que había matado para tener la que tengo ahora. Pensé que los momentos bonitos solo tienen el presente y que es justamente por eso —porque el futuro no tiene capacidad de desgastarlos— que siempre saben hablarnos de nosotros, por más lejos que nos sintamos de ellos.

Durante años me pregunté por qué toda aquella felicidad tan bien trabada había estallado como una pompa de jabón. Los remordimientos me devoraban, me hacía responsable de haberte hecho pagar mi inexperiencia, de haberte enredado en una aventura seria sin saber bien quién era yo. Al cabo de unos años tu vientre y tú aparecisteis por sorpresa ante mí y fue como ver hacer vida normal a alguien a quien has atropellado con un camión. ¡Ya te podías haber quedado antes embarazada!

Tú fuiste el último el intento que hice para encajar en el mundo de forma tranquila y discreta. Llegaste como un regalo de Reyes, después de haber dado ya muchas vueltas y haber tenido disgustos que me habían asustado pero que no me habían servido para llegar a ninguna conclusión. Eras como estos juguetes que despiertan la imaginación de los niños o que les hacen sentir más cerca de sus amigos o de los adultos, en una etapa de la vida. Me gustabas por las preguntas que me ahorrabas, por la tregua que me dabas. Eras inteligente, bonita y alegre. Me gustaban tus orejas, pensaba que no tenía derecho a pedir nada más.

Entonces no podía decirlo así porque cuando las cosas ocurren no se ven tan claras como cuando ha pasado el tiempo. Pero en aquella boda estaba la culminación de una vida y el comienzo de otra. No solo estaba todo lo que yo siempre había querido, también estaba todo lo que yo necesitaba aprender a superar o a dejar atrás para no quedar atrapado en una vida de bisutería en que sintiera que no era suficientemente mía. Estaban la belleza y el amor pero también estaba aquel entramado de expectativas y ambiciones que el mundo pone sobre los corazones más inocentes para enviarlos a la fábrica de salchichas.

Con el tiempo he visto que te vas rompiendo hasta que la verdad y el yo dejan se oponerse, y que es al ver el daño que causas cuando escoges que te das cuenta de que la vida no es una broma. Yo me veía capaz de atravesar en solitario Vietnam o un campo de minas, pero no me veía capaz de hacerlo debatiendo contigo cada cinco minutos o dejándome arrastrar por las delicias del cinismo. De repente entendí algunas cosas y me pareció que escribir te arrastraría a unas guerras que ni te harían nada feliz ni tenías por qué vivir.

Dejarte fue como serrarme el brazo poco a poco y menos mal que tuviste el coraje de desaparecer y de hacer los papeles con tanta diligencia; yo solo no lo hubiera conseguido. Durante meses dormí en tu lado de la cama para no sentir tu ausencia y al cabo de los años todavía alguna madrugada iba a sentarme a aquella placita de Gràcia donde te compraste el piso. No te buscaba a ti, iba a recordar que no todo es igual, y a reconciliarme con aquella dosis de humorismo que te permite continuar cuando todo parece perdido y tienes ganas de rendirte.

Y así fueron saliendo los libros y aprendí a pensar y a escribir, y así me fui acostumbrando a decir que no, y a defenderme, cuando creía que ya era suficiente. Así descubrí que la belleza es un truco que pide mucho trabajo previo y, naturalmente, que no hay vidas tranquilas, sino vidas más o menos aprovechadas, que son vividas con más o menos intensidad y gracia.