Que los catalanes tenemos cara de catalanes lo prueban muchas razones, muchas pruebas. Di algunos ejemplos el otro día y he pensado en ello un poco. Recuerdo que siendo joven, muy joven, de las primeras veces que tomaba el tren solo, un señor con un acento catalán que echaba para atrás me dijo no sé qué en español. Sin hacerle caso le respondí en la lengua común. Todavía recuerdo la cara de sorpresa de aquel hombre, la cara de vergüenza de aquel señor mayor, seguramente un represaliado de la Guerra Civil, seguramente un catalanista desconcertado y perdido allí en Gavà. Con la cara muy roja se me disculpó y me dijo, como justificación, que yo no tenía cara de catalán. Cosa que no puse en duda ni pongo ahora en duda, pero que me convocó a hacerme una inquietante pregunta: ¿qué cara deben tener los catalanes? ¿Cómo son, plásticamente, los catalanes?

Hace años, en Jerusalén, frente al Muro de las Lamentaciones, con la kippá bien puesta en la coronilla, mi amiga Debby Guth me dijo, saliendo de la zona de los hombres, que yo tenía una bella estampa de judío, que tenía mucha cara de israelita, que si me viera por la calle instantáneamente me habría hablado en hebreo. Le agradecí el cumplido y añadí que, siendo catalán, difícilmente lo tenía para no tener sangre semita, sangre judía y sangre musulmana, sangre cristiana y sangre negra, por poca que fuera. La Guth, que es muy divertida y muy bromista, me cogió por la nariz, a ver si estirándomela, me la hacía más larga, más gruesa, más judía, de acuerdo con el tópico. Ella, en cambio, la tiene bien redondita y discreta, una nariz británica, una nariz de tomar el té con algún Lord. Hace muchos años que vive en Tel Aviv, pero nació en la antigua capital del imperio británico, de padre inglés y de madre checa, ambos judíos. Echo de menos, a veces, el viento fresco de Jerusalén.

También he recordado otra anécdota, seguramente apócrifa, protagonizada por el gran cantautor Guillem d’Efak, el famoso negro de Manacor que había nacido en la Guinea Ecuatorial Española en 1930, pero instalado entre nosotros cuando sólo tenía dos años. La historia asegura que a pesar de la gran fama del personaje en toda Mallorca, D'Efak un buen día estaba en la otra punta de la isla. Su catalán insular era inmejorable, indistinguible del que habían hablado otros manacorinos célebres y completos. Y que, muerto de sed, entró en un bar de Andratx o de alguna localidad cercana, ahora no lo recuerdo bien. El caso es que al ver aquel corpachón rotundo, la enorme personalidad en la mirada de Guillem d'Efak, el negro llameante de su piel joven y atlética, el regente de la taberna se puso a la defensiva. Y, naturalmente, de mala gana, le preguntó en español: “¿Qué quiere?”. Sin dejar pasar un momento, sentándose en la barra, respondió, a la simpática manera gallinácea que gastan los mallorquines para pronunciar esta marca: “Per favor, una coca-cola”. Si le pinchan no le sacan sangre. Ay, caray. O sea que... Ah, por un momento se había asustado. De repente reconoció, por la manera de hablar, que Guillem d'Efak era un compatriota y, en tono familiar, tras un suspiro, le habló ya de tú y se explicó, se justificó: “Uf, perdona, te había tomado por un negro”.