Es una lástima que la prensa extienda una idea de España tan oscura y limitada. Aunque parezca mentira, la respuesta que los periodistas más quijotescos de Madrid han dado a la decisión de los jueces alemanes parte de una buena intuición: las democracias del norte intentan utilizar Catalunya para desestabilizar el Estado español.

Si el debate político no estuviera tan pervertido por los siglos de represión y de propaganda, la liberación de Puigdemont no generaría respuestas tan polarizadas. Ni académicos como Carles Boix o Xavier Sala-i-Martin serían tan optimistas, ni Arcadi Espada y Jiménez Losantos escribirían como estos perros que se ponen en las fincas para que ladren cuando se acercan los ladrones.

Por más que se idealice la función de la justicia, Alemania no puede mover un dedo sin el permiso de los norteamericanos. Precisamente porque legitiman la soberanía nacional, los jueces también están sometidos a la geopolítica. La insistencia de la prensa germánica y de los Estados Unidos a pedir que Madrid y Barcelona negocien un acuerdo da a entender que nos encontramos, otra vez, a las puertas del viejo escenario que la democracia tenía que impedir.

España va camino de volver a convertirse en burdel de Europa y, con la excusa del conflicto catalán, las viejas potencias esperan mojar el melindro y sacar un provecho fácil y onanista. Cuando la Unión Soviética se hundió, la estabilidad del Estado español era imprescindible para asegurar la hegemonía de Occidente. Ahora que hay menos poder a repartir, la vocación imperial de las élites de Madrid es una molestia para las democracias que tienen la sarten por el mango.

Esperar que la solución de Catalunya venga de fuera es un error. Como digo desde hace tiempo, tendríamos que ser más independentistas y muy menos antiespañoles. Las consultas y la campaña por la autodeterminación habían borrado la violencia del centro del imaginario y del debate político catalán. Tiene gracia que la mayoría de los actores que ahora denuncian que Madrid intenta vengarse del independentismo hayan trabajado para laminar la aplicación del derecho a la autodeterminación.

España ha utilizado el oscurantismo de forma recurrente para retener a los catalanes. Desde los tiempos de la Inquisición, la corte castellana ha preferido aislar España de Europa, que perder a Catalunya. Es verdad que, esta vez, la fuerza de los intereses económicos y la dificultad en implementar la violencia hacen que el barco español sea más difícil de hundir con los catalanes dentro, como se ha hecho en el pasado.

La independencia ya sólo puede pararse desde Barcelona. La opinión pública europea cada vez está más a favor de Puigdemont, que se ha convertido en una figura conocidísima en Alemania. Por Twitter corre la foto de un mural en el metro de Berlín y el director de la prisión de Neumünster le pidió que, antes de marcharse, firmara el libro de visitantes ilustres. Pero Catalunya no derrotará nunca a España a través del victimismo y de la humillación.

Cuanto más el independentismo utilice la fuerza de Europa para despreciar España más despertará sus viejos valores autoritarios. El falangismo, que es la forma de resistencialismo del Estado, encontrará un campo abierto si los catalanes intentan negociar soluciones intermedias como las que proponen los diarios de Berlín. España necesita una derrota noble y honorable y, por lo tanto, democrática.

Mientras los políticos y los articulistas del país trafiquen con el derecho a la autodeterminación utilizando de excusa la fuerza del Estado, la situación se irá degradando. Alemania está redimiendo su historia y haciéndose un autohomenaje de legitimidad y derechos humanos gracias a Catalunya. ¿Por qué tendría que tener interés en terminar el trabajo que Barcelona no ha hecho?

En el norte de Europa siempre han estado encantados de que catalanes y castellanos se peleen hasta el agotamiento. Si la energía que el independentismo ha puesto a escarnecer la política española la hubiera dedicado defender los resultados del 1 de octubre el final de este viacrucis estaría más cerca.