Dicen que los expertos —concepto muy amplio y arriesgado— tienen en consideración como mínimo una decena de propuestas encima de la mesa para ampliar la capacidad de trabajo del aeropuerto d'El Prat. Son bien diversas y van desde reducir el tiempo entre salidas, operar en horarios todavía lo bastante vacíos y cambiar la orientación del ángulo de la pista 3 hasta alargar la pista corta por la laguna de La Ricarda (pero tiene afectaciones medioambientales) o combinar mejor el uso de la pista larga actual (pero genera más ruido en Gavà y Castelldefels). Y todo eso pasando por la más sonada y conocida últimamente: la construcción de una pista flotante en el mar, a poca distancia de la costa y diez metros por encima del agua.

En todo este debate seguro que hay cuestiones técnicas que a los vulgares mortales se nos escapan y pueden hacer que alguna cosa no la entendiéramos. Dicho esto, me huelo que también hay condicionantes políticos, electorales y de renta per cápita: no debe ser lo mismo que los decibelios molestan a los votantes de Gavà que no que llegasen a estorbar a los de Sant Andreu, pongamos por caso. Según he ido leyendo, lo que nos dicen que Barcelona necesita es aumentar la capacidad de vuelos intercontinentales, y para eso haría falta o bien alargar la pista corta (la del espacio protegido de La Ricarda) o bien usar la pista larga para despegues de los aviones grandes que hacen estas rutas, justamente la que genera ruido para los vecinos (que yo no sé si cuando se compraron la casa el aeropuerto ya estaba). Hablamos, por lo tanto, no solo de turismo, sino también de relaciones comerciales y empresariales.

Tener un aeropuerto más potente no tiene por qué querer decir más grande. De hecho, El Prat ya tiene muchos pasajeros, y en este sentido es de los más grandes del mundo. Ahora bien, en toda esta tormenta de ideas vertida para resolver el problema, no he sabido encontrar en ningún sitio alguien que hable de una alternativa que, visto desde fuera, parecería viable y que aplicaría el sentido común (y no el electoral o el centralista). Solo la voz tímida —y al mismo tiempo lo bastante autorizada— del economista Miquel Puig (autor del libro La ciutat insatisfeta) la ha mencionado. La opción sería la de aprovechar los aeropuertos existentes de Girona y Reus. Quizás incluso el de Alguaire, en Lleida. El hormigón ya está, solo que un poco más al sur, al norte y al oeste. El servicio se ofrecería igualmente. ¿Y si en lugar de alargar una pista o de construir una nueva en Barcelona, se apuesta para invertir en otras zonas del país que ya disponen de infraestructuras similares?

Sería imprescindible, eso sí, conectar adecuadamente estas infraestructuras ya existentes con la capital del país, a través del ferrocarril o del autobús. Impulsar estos tres aeropuertos y conectarlos de manera rápida y eficiente con Barcelona serviría no solo para descongestionar El Prat, sino también para vertebrar el país de manera más justa, sostenible y equitativa. Aquel famoso equilibrio territorial del que todo el mundo se llena la boca y que casi nadie practica. ¿Por qué no se estudia esta posibilidad y todo lo que se pone encima de la mesa pasa, a la fuerza, por tener que obrar en El Prat? Barcelona tiene ahora tres pistas, Reus-Costa Dorada, dos, y Girona-Costa Brava, una. ¿No se podría apostar por ampliar las otras y aumentar, así, las opciones de todo el país entero? Tanto que oímos esta expresión últimamente... Entero para según qué y para según quién.

Antes de ponernos a verter hormigón en el Mediterráneo como si no hubiera un mañana, quizás también habría que tener en cuenta el cambio climático, los levantes fuertes y la subida del nivel del mar.

Es cierto que cualquier país necesita una capital fuerte y que este hecho beneficia el total de la población, por la relativa proximidad de servicios y comunicaciones que esta ciudad pueda tener. Pero, en el caso que nos ocupa, descentralizar también ayudaría a evitar obras faraónicas que tienen un impacto mucho mayor sobre el paisaje, el medio ambiente y la ciudadanía. Si repartes responsabilidades, servicios, inversiones y agresiones, todo podría ser más llevadero y habitable. Más justo. Y esta opción de la cual tan poco o nada se habla es una que ya nos encontramos a menudo cuando viajamos: En Londres está Heathrow (en el centro) y también Gatwick o Stansted (a 30 y 45 minutos), Ámsterdam también tiene Róterdam, y París tiene Charles de Gaulle y el Orly o el Beauvais.

La ingeniería nos dice que construir sobre el mar es posible. El aeropuerto internacional de Kansai, en Japón, es una muestra de ello. Una isla artificial a cinco kilómetros de la costa con un puente —denominado la puerta del cielo— que lo une a tierra: por debajo pasan barcos, por arriba aviones, y la construcción dispone de seis carriles para coches en la parte superior y de dos vías de tren en el piso de abajo, que de eso aquí no se habla demasiado, de cómo evacuar pasajeros a tierra. Hay que decir, sin embargo, que al cabo de ocho años de haberlo construido ya se había derrumbado 8 metros, más de lo que se esperaba que se derrumbara a los cuarenta años de vida. Se han tenido que reforzar las 900 columnas que lo sostienen. Por ahora, responde y está activo. Simplemente, aquí, antes de ponernos a verter hormigón en el Mediterráneo como si no hubiera un mañana, quizás también habría que tener en cuenta el cambio climático, los levantes fuertes y la subida del nivel del mar.

Por otra parte, tampoco habría que olvidar que la patronal Foment del Treball hace cinco meses creó una comisión temporal para estudiar estas mejoras en el aeropuerto d'El Prat e impulsarlas y que es precisamente desde este ente, presidido por el orgullosamente borbónico y unionista Josep Sánchez Llibre, que nos llega ahora esta tormenta de ideas, incluida la de la pista en el mar y excluida la de Reus-Girona-Alguaire. A este paso, quizás si se sigue abandonando el delta del Ebro como se está haciendo, la barra del Trabucador acabará desapareciendo del todo y justo allí podría ubicarse la famosa pista flotante, así tendríamos aeropuerto en las Terres de l'Ebre, descentralizaríamos el país y nos mejorarían de golpe los trenes para poder conectar con los aviones. Jugada maestra.

Sospecho, sin embargo, que la cosa no va de tecnología —que si es viable aquí, debería poder serlo allí— si no más bien de centralismo y capitalismo recalcitrante y fagocitante. Y dentro de veinte años, cuando la nueva pista se les quede perqueña, los humanos urbanitas seguirán colonizando mar adentro, que los molinos de viento se envían a los parajes del sur porque delante de la costa barcelonesa ensucian, pero pistas de aterrizaje en medio del agua se ve que no. Se va perpetuando el juego de los despropósitos, de mirada corta y egocéntrica. Eso sí, para entrar a Barcelona, tu coche viejo contamina.