Una masa de aire frío camina por las regiones terrestres. Se encuentra planicies extensas y estrechas curvas que sortea con desenvoltura. Y avanza libre y etéreo. Hasta que se encuentra con montañas y las tiene que atravesar. Entonces tiende a ascender lentamente para superar aquel obstáculo. La cresta hace de rampa de subida y aquella masa invisible y feliz empieza a mostrarse también blanquecina y fuerte. A medida que gana metros crece en volumen y se hace mayor y visible, como aquel algodón de azúcar que nos daban de menores antes de entrar al circo, de un extraño color rosado de alborada.

Entonces, muchas nubes delgaduchas emprenden la escalada gaseosa hacia la cima. Se deshilachan en un engranaje perfecto. Sin piolet ni crampones. Uno tras otro, en movimiento constante, parecen una cadena de producción. Una especie de cinta transportadora de levedad. A cada paso hacia el pico, los dientes de la cremallera se van cerrando tras suyo. Cuando la cordillera no les permite seguir avanzando, el vapor de agua se condensa. Allí, a barlovento, queda estancado y llega la lluvia en aquel lugar que ha conseguido atrapar las gotas de agua suspendidas en el aire. Un pequeño secuestro mojado y sin posible rescate.

En sotavento, en cambio, el aire ya caliente y seco desciende rápidamente. Son aquellos trocitos de viento que han conseguido escaparse de los vértices más elevados, sorteando las pirámides imponentes de la Tierra. Dientes que han salido de la cremallera. Aquellas nubes cabalgan montaña abajo, peinando el vertiente. Se deslizan sin freno como una criatura se suelta tobogán abajo. Ellos, sin embargo, nunca tocan tierra del todo, a excepción de algunas nieblas que se escapan del recorrido celestial y más tarde buscan probar aquello mundano por unos espesos segundos. Algunos consiguen quedarse por unas horas. Otros, se disipan para siempre.

La orografía del mundo genera fenómenos como este, el efecto Foehn, llamado así por un viento homónimo que sopla en el norte de los Alpes. Así pues, en un lado de la montaña hay humedad y precipitación y en el otro el viento es raso y más caluroso. En el medio, encima de la cumbre, se ha quedado enganchado un sombrero de ala ancha, como flotante. En las Terres de l'Ebre se le llama "cella" (ceja). En el Empordà, "rufa". Se trata de un conjunto de nubes delgadas, estiradas que indican, mayoritariamente, temporal de viento: en el sur, el cierzo (mestral). En el norte, la tramontana. Si imaginamos que el macizo del Puerto es un ojo que contempla el gran valle del río, entonces la hilera de nubes que le quedan encima serían la ceja. El nombre es la anatomía misma que la naturaleza dibuja.

Ahora que todas las previsiones avisan que el invierno llegará de golpe esta semana que hoy iniciamos. Ahora que la ceja en el Puerto y la rufa en la Albera son indicios de un enero congelado que se acerca, cambiándole la letra al conocido villancico catalán; justamente ahora, no me hagáis decir por qué, me ha venido a la cabeza la fragilidad del ser humano y sus decisiones y senderos, como si fueran nubes escalando una montaña. Como si el viento fuera corpóreo y sus latigazos físicos.

Hay situaciones íntimas que anuncian bajada de temperaturas y personas abrigo que nos protegen. Realidades que parecen insalvables de tan empinadas y que finalmente encuentran una rendija por donde huir colina abajo y convertir el frío en veranillo. Una tisana con olor de eucalipto. Una gripe mal cuidada. Una voz ronca. Un sombrero de lana y unos guantes hechos a medida. Haced el cambio de armario, que hay ropa que ya no nos va bien o que hace años que no nos ponemos y eso, a veces, nos impide ver las prendas de vestir más sencillas e inesperadas que calientan más que chimeneas encendidas en una tarde ventosa. Ahora que la "ceja" lo avisa, hagámosle caso, que después la tos cuesta mucho que se marche si no nos sabemos cuidar lo suficiente.