Hoy conmemoramos el 5.º aniversario de la tragedia del 17-A. Conmemoramos y no celebramos, como algunos dicen. Un atentado solo lo celebran los asesinos. Nosotros conmemoramos, desde la pena y el dolor, la pérdida de vidas humanas y un hito policial más que relevante, hito que algunos han querido embadurnar. Otra cosa es la incomprensible —o no— respuesta procesal posterior.

A esta conmemoración, se añade en el recientísimo tiempo que el viernes pasado Salman Rushdie sufrió una grave agresión en Nueva York de la que, por suerte, parece que se recupera. Los muertos y los heridos de estos y otros millares de atentados consumados o frustrados tienen como raíz las creencias, religiosas o no, de sus autores. Hombres, mujeres, paseantes, trabajadores, policías, periodistas, caricaturistas, políticos... han sufrido estas salvajadas. Sus autores ponen por delante de todo sus devociones, ya sea Dios o, como la patria o una libertad, convicciones que deniegan a quienes matan o intentan hacerlo.

El terrorismo, como valor superior de ciertos sectores de la humanidad, es a la vez una absurdidad y una crueldad. Desde el punto de vista religioso, los monoteístas caen en una contradicción irresoluble: no puede haber tres únicos dioses verdaderos, uno para cada religión monoteísta. O uno para todas o ninguno. En nombre de su único dios verdadero o de libros sagrados apócrifos, porque los pretendidos autores eran analfabetos, en todo caso fruto de tradiciones orales y culturales, los monoteístas han mostrado una tendencia desbocada a matar a diestro y siniestro en nombre de su religión, a soldados y civiles, a grandes y pequeños... Contemporáneamente, los ejércitos tienen curas monoteístas que bendicen a los soldados propios, cosa que tiene como consecuencia lógica la maldición de los enemigos. La construcción de los Estados modernos se basa sobre la sangre arrebatada a quien, sabiéndolo o no, se oponía a perder lo que era suyo. Algunos llegan a justificarlo, también hoy, en nombre del progreso, de la civilización, para lavar ofensas a sus dioses o, en el colmo de la barbarie, en nombre de la libertad y la democracia.

También es cruel. En nombre de los diferentes dioses y de otros bienes o sentimientos superiores han muerto miles de personas inocentes, ajenas a la frustración de sus matadores. No olvidemos que, por vergüenza oficial, no se conmemoran cada año como se debería las hecatombes de Hiroshima y Nagasaki. Eso en Occidente. O sea que, lecciones, pocas. Pero nada justifica otras barbaries. Nada.

Sin tolerancia no puede haber libertad. La censura o la represión de la libertad ideológica y de expresión, incluso llegando a la violencia aniquiladora de quienes se considera ofensores, es lo que resulta absolutamente intolerable

Todas las barbaridades no son, como es fácil ver, hechos del pasado, en tiempo de diferentes coordenadas a las actuales. Además, haber cometido y cometer todavía estos estragos bajo el barniz de un uniforme ni lo disculpa ni todavía menos lo justifica. Tampoco queda justificado de ninguna de las maneras que, en nombre de la intolerancia de un dios, se puedan ordenar, amparar o glorificar ataques contra otros creyentes o directamente no creyentes, por practicar otra fe, no practicar ninguna o criticar o burlarse de las creencias ajenas.

Esto no va de respeto intercultural, sino de libertad de credo, ideológica y de expresión. Si ponemos, con razón, el grito en el cielo —nunca mejor dicho— porque personas o asociaciones con nivel de tolerancia cero, fiscales o jueces de la misma cuerda abren procesos penales e incluso llegan a condenar a quien reniega, también maleducadamente —solo faltaría— de las creencias religiosas de los otros, aquí, en nuestra casa, no tenemos que soportar la justicia particular de los energúmenos barbados que, además de a la suya, también quieren someter a nuestra gente.

Uno de los paradigmas más obvios de la libertad ideológica y de expresión es la crítica a las bases del sistema imperante, crítica lícita, también aunque sea sangrante y desagradable para los creyentes del sector que se siente ofendido. Lo es también, por lo tanto, la crítica feroz incluso —merecido lo tienen— de las religiones, especialmente de las religiones oficiales y de las que constituyen la columna vertebral de los Estados en autoritaria síntesis. ¿Os suena, verdad? Nada más patético que clérigos cristianos o judíos "entiendan" el enfado de ciertos extremistas musulmanes por las "ofensas" que sufren. ¡Entre bomberos no se pisa la manguera!

La ofensa, la de verdad, es no dejar a los otros expresar sus opiniones por hirientes que sean. Sin tolerancia no puede haber libertad. La censura o la represión de la libertad ideológica y de expresión, llegando incluso a la violencia aniquiladora de quienes se considera ofensores, es lo que resulta absolutamente intolerable.

Aprovechando el verano, para concluir, recomiendo una película soviética tan inteligente como furibundamente anticlerical como es La fiesta de Sant Jordi (1930, Yakov Protazanov y Porfiri Podobed). Además, un par de escenas, que reconocerán enseguida, en Viridiana (1961, Luis Buñuel), y otra en Bananas (1971, Woody Allen).

Al fin y al cabo, si quiero dar mi vida por Dios —¡mi Dios!—, es una cosa entre él y yo y a decidir por mí. Entre nadie más y por nadie más. Y ningún precio tienen que pagar los otros por esta inmolación real o espiritual.