Kachi barre su trocito de balcón mientras, descalzo, va silbando alguna canción de Nigeria, su país de nacimiento. En un rincón de los que limpia, tres bicicletas amontonadas. Comparte piso con dos compatriotas más que van a trabajar cada día pedaleando. A la vez, Libertad, desde la calle, levanta la cabeza y le dice a Kachi a pleno pulmón que hoy tiene que comprar un rosa, ¿eh? Y él, sonriendo, le dice que sí, que sí, mientras ella anda por el barrio con una camiseta azul y verde con una rueda roja en el centro, orgullosa de su etnia gitana. En ese mismo instante, Gonzalo y Silvia levantan la persiana de su bar. Normalmente en domingo no abren pero Sant Jordi es Sant Jordi y esta pareja de hermanos argentinos han decorado el escaparate con rosas y hoy no hacen fiesta porque en Catalunya es la fiesta por excelencia.

Un chico y una chica pasean por una calle peatonal cogidos de la mano, con la timidez de las relaciones incipientes. Quizás es su primer 23 de abril juntos. Unos pasos más allá, dos amigas se regalan un libro simplemente porque celebran la amistad y a su lado dos madres mecen a su hijo en el cochecito mientras hojean cuentos en el puesto de la librería que ha abierto sus puertas hace poco. Mucho mérito siempre para los que apuestan por abrir este tipo de negocios que son mucho más que una empresa. Si ahora —en plena crisis climática— las piscinas municipales son consideradas refugios climáticos, las librerías tendrían que tener la categoría de cobijo del alma, con sequía o sin, que el espíritu siempre necesita lluvia.

Nacionalidades y etnias. Amores y religiones. Géneros y generaciones, diluidos en una fórmula que mezcla pétalos y páginas, país y reivindicación

La abuela que se mira al abuelo con ternura, décadas de rosas los preceden. Un cajetín en casa conserva pétalos secos, testigos de un amor intemporal. El sol dibuja media calle de sombra y media de luz, como si fuera una barra de helado de chocolate y vainilla. Y las personas que circulan y se distraen lamen el dulce con avidez, removiendo tapas duras y ediciones de bolsillo, respirando cultura y estima. Carles anda solo, pensativo, con una rosa en la mano. Es el primer año que no se la podrá regalar a su (nuestra) querida Montse, otra de aquellas que se ha ido demasiado pronto. Franjas de cielo se cuelan entre las paredes verticales de los edificios que le rascan el azul.

Videollamadas para salvar la distancia de los enamorados, Quirc y Naia vendiendo flores a los adultos del pueblo, niños leyendo poemas. Ramos enviados por Interflora. Libros más vendidos, más leídos o más comprados, dentro de esta sociedad que todo lo cuenta y todo lo suma, como si solo el número fuera importante. Dos jóvenes primas, Maria y Heloïse, disfrutan por Barcelona, lejos de sus respectivas ciudades que las han visto nacer. La una, llegada en tren, y la otra, venida en autobús, se hacen decenas de selfies intentando atrapar el momento y la emoción. Carpas de partidos políticos subiéndose al carro burdamente, que vienen elecciones... que quizás este tipo de puestos no tendrían que estar permitidos en una fiesta tan del pueblo. Tres generaciones de Jordis (abuelo, hijo y nieto) haciéndose la foto del santo en el hospital, que los viejos cada vez lo son más.

Ignasi y Àngel se felicitan el amor con la senyera y el arco iris de fondo. Marcel·la y Rosa se miran a los ojos entre arrozales como si fuera el primer día. Marta le compra un libro a su amor con el corazón todavía encogido por la última sacudida de la vida, que le ha dejado aturdida la salud del amado. Familias enteras en la calle, golondrinas cantando sus versos en catalán, que aquí es necesario todo el mundo para defender y compartir la lengua. Nacionalidades y etnias. Amores y religiones. Géneros y generaciones, diluidos en una fórmula que mezcla pétalos y páginas, país y reivindicación. Y de fondo la hipnotizante voz de Sílvia Pérez Cruz que desgrana su nueva canción: Els dracs busquen labril, poemes de desig. L’amor de primavera viurem aquest estiu.