El caso conocido como de "Juana Rivas" ha ocupado de nuevo las principales páginas de los periódicos, horas de tertulias y enormes titulares. El caso de Juana Rivas es una de esas historias que hemos seguido durante años, no solo por la gravedad y la dureza del conflicto, sino por el retrato de hasta qué punto los adultos —asesores, políticos y medios de comunicación— podemos llegar a fallar a quienes más necesitamos proteger: los menores. Me pregunto cada vez que me asomo a conocer las últimas noticias sobre este caso: ¿Quién piensa hoy en el hijo menor de Juana Rivas y Francesco Arcuri? Porque lo cierto es que ha sido objeto de un ir y venir, de litigios, denuncias, juicios y, sobre todo, titulares. El caso, que ya suma casi una década, ha servido para alimentar debates públicos y campañas políticas, olvidando con demasiada facilidad que en el epicentro está la vida de un niño.
He escuchado auténticas burradas. De la madre sobre el padre. Del padre sobre la madre. De gente que no les conoce de nada sobre su intimidad. Cosas que quedan dichas, que a pesar de los años que pasen, quedarán casi indelebles en la historia de una familia ya rota, pero también de unos chavales que cargarán con ese peso durante mucho tiempo. En mi opinión, y desde un análisis meramente jurídico, la madre, Juana Rivas, recibió un asesoramiento muy cuestionable desde el primer momento. Se la empujó —desde ciertos colectivos y asesores— a tomar decisiones extremas, a desobedecer a la justicia una y otra vez, y a convertir su situación en bandera de causas partidistas. Nadie parece haber pensado en el impacto de todo esto en su hijo: en su estabilidad, en su salud mental, en su derecho a tener una vida tranquila, sin cámaras de televisión ni jueces decidiendo con quién tiene que estar el próximo curso. Y eran esas personas que tanto la asesoraban las que hoy hablaban muy fuerte exigiendo que se preservara el interés del menor. Es chocante.
Hemos visto estos días cómo la entrega de este menor se convertía en un espectáculo mediático. Decenas de periodistas captando cada lágrima, cada gesto de nerviosismo, ante la impotencia de una familia completamente rota. He visto esa escena en la que al pequeño se le anima, se le insiste para que verbalice públicamente y ante las cámaras el miedo que tenía de volver junto a su padre, mientras veíamos una media sonrisa en su hermano mayor. Si no fuera porque llevamos una década viendo cosas por el estilo en este caso, una duda si las imágenes que señalo fueran reales o generadas por Inteligencia Artificial.
Y aquí es cuando una se pregunta: ¿en qué momento perdimos la perspectiva?
La política encontró su filón: unos defendiendo la causa de Juana, otros criticando el supuesto uso espurio de la ley. El conflicto, en vez de solucionarse, se enrocó aún más. Nadie, o muy pocos, alzaron la voz por el niño al margen de intereses adultos. Los expertos sí lo han repetido: el interés superior del menor debe estar por encima de todo. Sin embargo, hemos visto cómo el daño se acumulaba a golpe de sentencia, de entrevista, de pancarta. He escuchado una supuesta conversación entre ese pequeño y su padre. En ella, el pequeño le decía que se sentía obligado a mentir y a decir cosas malas sobre él, pero que no era verdad. En una conversación cargada de ternura, y en la que una ya no sabe ni qué creer. Porque también he visto y he seguido este asunto desde la perspectiva italiana, donde las masas de gente, campañas solidarias y de apoyo, se sucedían en Italia, pero al revés de lo que hemos visto aquí, es decir, en apoyo al padre. Una parte de la historia de la que aquí nada se habla.
Quiero pensar que, como sociedad, todavía podemos aprender algo: que cada vez que hablamos de una historia así, no olvidemos jamás que hay un menor viviendo todo en primera persona
Y me veo leyendo artículos, escuchando audios que, cuando trato de procesar, llego a la conclusión de no entender por qué esa “información” ha llegado a nuestras manos. Hay espacios íntimos donde no todos deberían poder meterse. Porque, le recuerdo, eso daña el interés del menor, que necesita sentirse seguro en el espacio de su hogar, en las conversaciones con su padre, con su madre. Y de eso, nada de nada. Quiero pensar que, como sociedad, todavía podemos aprender algo: que cada vez que hablamos de una historia así, no olvidemos jamás que hay un menor viviendo todo en primera persona. Que la sobreexposición mediática, el mal asesoramiento y la utilización política solo dejan heridas abiertas en quienes menos culpa tienen.
Juana, como madre, ha sufrido —de eso no hay duda—. Pero su hijo ha sufrido todavía más, y nadie le va a devolver estos años de vaivén emocional y mediático. Si algún día queremos tomarnos en serio el interés del menor, habrá que empezar a ser adultos responsables y no dejar que el nuestro ruido acalle lo que de verdad importa: su bienestar y su derecho a vivir en paz.
Hay un elemento que se ha nombrado mucho en este proceso, y que me ha empujado a reflexionar, sobre todo desde la perspectiva del interés del menor: el síndrome de alienación parental. El SAP es un conjunto de síntomas que aparecen cuando un progenitor manipula a un menor para impedir, obstaculizar o destruir el vínculo afectivo de ese niño hacia el otro progenitor. Esta manipulación puede incluir hablar mal del otro progenitor, generar miedo, rechazo o animadversión injustificada contra él o ella, con el objetivo de que el menor rechace al progenitor manipulado, incluso sin que haya un motivo real para ello. Es un término que fue introducido en 1985 por el psiquiatra Richard Gardner, quien describió este síndrome en el contexto de disputas por la custodia de los hijos durante procesos de divorcio, como una forma de maltrato psicológico grave hacia el menor y causando un daño emocional profundo.
Aunque el SAP no está reconocido oficialmente como diagnóstico en todos los manuales médicos internacionales (no aparece en el DSM-5 ni siempre ha estado reconocido por la OMS), desde 2022 sí figura en la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-11, (bajo el código QE52.0) de la OMS como un problema relacionado con las relaciones interpersonales en la niñez. Recientes informes y opiniones oficiales de órganos vinculados a la justicia y salud mental, como el Consejo General del Poder Judicial de España, han desaconsejado el uso legal del SAP por carecer de base científica suficiente para decisiones judiciales de custodia, aunque no han contradicho la clasificación de la OMS en la CIE-11.
Desde la defensa de Juana Rivas siempre han reiterado que el síndrome de alienación parental no existe. En lo estrictamente médico y legal, tiene razón: no está reconocido oficialmente como diagnóstico por organismos como la Organización Mundial de la Salud o la Asociación Americana de Psiquiatría. No aparece en los manuales oficiales de salud mental porque, sencillamente, no hay pruebas científicas sólidas que lo avalen como tal. Pero lo que me preocupa es que, más allá de reconocerlo de manera técnica u oficial, si el síndrome no existe en los libros, ¿cómo es posible que, como sociedad, estemos replicando ese mismo proceso sin darnos cuenta? Me refiero a que la alienación parental, en el sentido de excluir, manipular o convertir a un menor en un campo de batalla adulto, sí está ocurriendo. Lo vemos en los medios, en la política y en los círculos sociales. Se polarizan posturas, se juzga, se encasilla a personas y, por encima de todo, se olvida la verdadera voz: la del niño.
En este caso, el hijo de Juana Rivas ha sido víctima de una especie de «alienación social» colectiva, donde cada parte arrastra al menor a su terreno, sea desde la prensa, la opinión pública o incluso desde la política. Ese niño ha sido utilizado como ficha de una partida en la que él debería ser el único protegido.