La mayoría de teóricos contractualistas modernos opinan que, de cara a mantener la salud de cualquier democracia, a las disposiciones tradicionales del pacto social (la separación de poderes, la tolerancia ideológica con respecto al rival político y etcétera) se tiene que añadir un debate público continuo sobre los pilares ideológicos de la propia comunidad. La focalización en eso de revisarse continuamente es una idea que gusta especialmente a los teóricos norteamericanos, temerosos de la polarización que aísla el país desde la era Nixon y concretamente a los intelectuales progres de las ciudades yanquis, para los cuales la reedición de una presidencia encabezada por Donald Trump podría significar el fin de la democracia en los Estados Unidos. Cuando se apela al debate público, of course, no se está pensando en la lucha de consignas en X ni en las tertulias de podcasters urdidas para convencer solo a los mismos correligionarios.

Un debate público como es debido sacude las ideas de base más profundas de un colectivo, muy a menudo para hacerlas sobrevivir pero con un aire algo renovado. Hablando de los americanos, cuando servidor lee las toneladas de volúmenes que mis colegas pensadores neoyorquinos dedican al futuro de su régimen democrático o a la retahíla inacabable de hermanos de la cosa periodística que escriben sobre cómo la prensa podría ayudar a mejorar el intercambio de ideas entre lectores, me pregunto qué pensarían de mi país —a saber, Catalunya—, un lugar en el que la mayoría de estas cuestiones ya no importan a nadie. Nos guste admitirlo o no, y por mucho que nuestro país no tenga ningún aspirante trumpista a la presidencia de la Generalitat (la señora de Ripoll no da ni para eso), nos encontramos en una situación en la que el debate público es de una calidad pésima y una prensa a quien ya le va bien.

Haría falta preguntarse de una forma seria (también, a poder ser, poco tremendista) en qué estado cualitativo se encuentra el debate público en nuestro país y, en consecuencia, si Catalunya disfruta de una buena salud democrática

Eso no quiere decir que en Catalunya no se discutan cosas; de hecho, nos pasamos el día argumentando (siempre con ideas cuñadistas) sobre si los críos tienen que tener el móvil en clase y acceder así a la pornografía o si hay que desalinizar más agua del mar para que disminuya la pertinaz sequía que hace que nos caguemos de miedo. Sin embargo, quién sabe si por el altísimo nivel de ruido de tanta charla, las cuestiones fundamentales del debate público se nos escapan. Expliquémoslo de forma dialéctica-negativa, si queréis. La semana pasada, el Govern de la Generalitat aprobaba regalar el Premio Nacional de Comunicación Publicitaria y Corporativa en la campaña de lanzamiento de la plataforma 3cat. Dicho de otra forma, la administración decidía otorgar un reconocimiento a una promoción tramada por la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales que, como sabe todo dios, es un organismo dependiente del mismo Govern.

Tanto le da si al lector le parece que el 3cat y su campaña publicitaria resultan una buena idea o si disfruta de lo lindo viendo de nuevo los mejores capítulos de La Víbora negra. Lo que resulta increíble es que todo el mundo encuentre la mar de normal que una administración se premie a ella misma (más todavía sabiendo que el 3cat es una iniciativa con apenas unos meses de existencia, hecha básicamente de anuncios —muy monos, eso sí— queuno podía ver en TV3). Aquello que sorprende, insisto, a riesgo de parecer remilgado, es la indiferencia y la falta absoluta de debate público sobre un caso de autopropaganda que nos airaría si la perpetrara cualquier otro gobierno del mundo. Cabe decir que este hecho, como todo en la vida, no es novedad: en 2021, el Govern ya tuvo la estrafalaria pensada de otorgar el mismo premio en las campañas del sistema de salud de Catalunya, durante la primera ola de la pandemia de la covid-19.

El lector puede pensar que este es un ejemplo menor; incluso puede opinar que el Govern hace santamente prestigiando sus propias estructuras de comunicación. Pero valdría la pena recordarle que esto no es un hecho normal y que esta manera de vanagloriarse de la propia gestión es idéntica a mearse en la boca del ciudadano. De hecho, este es un ejemplo que me sirve para religar al tema del debate público, justamente porque la administración es bien consciente de que puede hacerlo por el simple hecho de que nadie protestará. Esta es una dinámica que ya hace mucho tiempo que pasa en Catalunya, un lugar curioso donde la mayoría de conciudadanos ya se ha avezado tranquilamente al hecho de que su propio Govern (y la cosa es aplicable a los otros partidos independentistas) le tome el pelo sin ningún tipo de consecuencia. Eso habla mal del poder, pero también denota la siesta crítica de los ciudadanos.

Haría falta preguntarse de una forma seria (también, a poder ser, poco tremendista) en qué estado cualitativo se encuentra el debate público en nuestro país y, en consecuencia, si Catalunya disfruta de una buena salud democrática. Evitar el debate o pensar, como es habitual, que nuestras carencias son únicamente producto de la tiranía del enemigo español es la solución mágica que nos ha llevado hasta el estado acríticamente perpetuo en el que vivimos. Está la opción de pensar un rato o de seguir regalándonos los premios a nosotros mismos. Por una vez, valdría la pena optar por cavilar un poco.