Hace pocos días, un amigo mío fue a hablar con Jordi Cuixart a la prisión y volvió todo él inflamado, como si le hubiera dado un calambre, sí, sí, como si hubiera metido sus dedos en los agujeritos de un enchufe penitenciario. De modo que este amigo mío, por ahora, se ha quedado como rodeado de una aureola de divina sabiduría, de una llama pentecostal, de la corona celestial y de la palma del martirio. Os lo contaré. Ya se les ve a los presos políticos, y en todos los países, además. Son una especie de santos vivientes, de santos instantáneos, eléctricos, personas respetadas y tangibles si te los dejan visitar. Y es que el sufrimiento de los inocentes te paraliza, y a la vez te cautiva y te amenaza. A ti. Te trastorna porque te recuerda que aquel inocente entre rejas podrías ser tú, perfectamente, casi no hay diferencias. El preso político te recuerda que eres frágil y pequeño y frágil. Lo he repetido porque cuando piensas vas repitiendo lo mismo. Podías haber sido tú el que ha perdido un hijo en un accidente, o al que se le ha quemado la casa, una noche, de golpe, sin remedio. A ti no te han destruido pero vas herido para siempre. El superviviente de un naufragio. Tú podías ser, por ejemplo, aquel disidente chino, como Gao Xingjian, pensé cuando nos conocimos hace años, en mayo de 2001, procedente del tren de París. Y también podrías ser menos glamuroso que un señor premio Nobel. Podrías ser aquel gorila albino al que los otros gorilas, los negros, quieren matar sólo porque eres un gorila albino. Porque eres diferente, eso es.

La empatía hacia los castigados o la sientes o no la sientes. Te importan o no importan. Da igual si el castigo ha sido justo o injusto

Más allá de ningún argumento, existen personas, en cambio, que no, que no consiguen ponerse en la piel del otro. Vamos, cállate, te dicen. Te replican con muchos argumentos políticos o personales, con brillantes justificaciones, que ellos nunca se meterán en problemas y que tienen la vida resuelta y asegurada. Muy pero que muy bien organizada. Que la ley sólo castiga a los culpables y que los culpables nada merecen. Algo habrán hecho si les han castigado. Esta manera de ver las cosas existe y no puede hacerse mucho, esas personas tan rígidas viven entre nosotros. La empatía hacia los castigados o la sientes o no la sientes. Te importan o no importan. Da igual si el castigo ha sido justo o injusto. Es igual si forman parte del otro bando. Existe la posibilidad de que, después de dos mil años de cristianismo, hayamos desarrollado una cierta simpatía por los crucificados, un poco de humanidad por los arrodillados, por los perdedores.

El caso es que Jordi Cuixart le dijo a mi amigo una frase que me gusta. Y me gusta porque es verdad. Dijo que “a los políticos, a los políticos profesionales, les ha ido bien bajarse del coche oficial. Y mezclarse con los desgraciados del mundo”. Seguro que ahora hablan de política con más conocimiento, auténtico. Que, hasta que no les encarcelaron, los políticos, todos ellos personas de éxito, ya conocían de la existencia tanto de cárceles como de convictos, de gente que ha fracasado socialmente. Pero una cosa es saber eso, una cosa es leerlo en un periódico, o ver un reportaje en la televisión, y otra cosa es vivirlo. La revolución de las sonrisas va desde abajo hacia arriba. Y la prisión ha sido, en general, una clase magistral de realismo. De empatía entre presos sociales y presos políticos. Al menos para la mayoría de los protagonistas. Lo iremos comprobando durante los próximos meses.