Y entonces, tras cuarenta días y cuarenta noches, Moisés bajó de la cumbre de la montaña del Sinaí, donde veíase un fuego encendido, donde veíase una espesa nube. Allí nuestro Señor Dios le dio, grabados en dos tablas de piedra, diez mandamientos y el código de la alianza, los mandamientos que Él mismo había escrito para instruir a los judíos, el pueblo escogido. Pero cuando se acercó al campamento de los exiliados, Moisés vio que sus compatriotas israelitas se habían dado, entre todos, un becerro de oro y que bailaban en la gran fiesta del libertinaje, el bullicio insolidario del despiporre. Y tanto y tanto se irritó que lanzó las tablas que llevaba y rompiólas airadamente al pie de la montaña, por la gloria de mi Padre. No consta que se hizo de los residuos pétreos, ni si tuvieron tratamiento sostenible, pero el caso es que Moisés volvió a cortar dos tablas como las primeras y que Nuestro Señor volvió a escribir el mismo Decálogo Ritual, como ejemplo y premonición de la presencia de fotocopiadoras en todos los juzgados de la tierra. Porque la ley debe quedar siempre bien escrita, debe quedar fijada inmutablemente, en piedra o en soporte informático, con suficientes copias de seguridad para que nadie pueda borrarla. Porque la ley es la ley y la ley es algo muy serio, no se puede modificar según la voluntad de unos y otros. Con la ley en la mano, como no podría ser de otro modo, cuelgan a los sodomitas de las grúas, lapidan a las mujeres, decapitan a los enemigos de la sagrada fe, cortan las manos de los ladrones y aprisionan a los disidentes. Aleluya, hermanos. La ley es dura, pero es la ley. Y sin ley ni orden no hay democracia ni hay sociedad ni hay nada de nada. Uy, la ley es una losa que viene de arriba hasta abajo e impide que los hermanos forniquen o que se viole la propiedad privada. La ley se impone aunque no sea garantía de justicia ni de obediencia, como decía el señor de Montesquieu, que no fue profeta ni sale en la Biblia pero sabía lo que se decía.

La ley también puede ser un engaño para el cerebro y para la lógica humana

La ley es la ley pero nosotros somos nosotros. La ley también puede ser un engaño para el cerebro y para la lógica humana. Sirve para disfrazar la realidad, para que un hecho parezca justo o para que la justicia parezca un hecho. Es una manera que nos hemos inventado los humanos para evitar el desorden y la desesperación. Los hechos son los que son, no los podemos cambiar, así que llega un momento en que optamos por cambiar la interpretación de los hechos. Comenzamos a ascender por la escalera. Una simple, pacífica, manifestación, legítima, con líderes sobre coches de la guardia civil, puede ser interpretada, puede ser imaginada como una sedición. Y como nadie sabe en qué consiste esto, entonces una sedición puede convertirse también en una rebelión. Y una rebelión, tirando del hilo, puede ser interpretada, porque la interpretación es libre, como un golpe de Estado. Y si has dado un golpe de Estado, hermano, puedes dae gracias si no te fusilan, que cualquier Estado se defiende. Cualquier Estado, de mal humor, te liquida. Y no te quejes porque la ley es la ley y tú te lo has buscado.

Ahora bien. Del mismo modo que hemos subido esta escalera de Jacob, también la podemos bajar por la barandilla. El golpe de Estado se transforma, si el juez quiere, en rebelión y la rebelión se rebaja hasta sedición dependiendo del Estado. Del estado de humor. Y la sedición, tras acaecidos los hechos, resulta que no es tan grave, que la sedición ya no es lo que era históricamente, y total, una sedición o una manifestación pacífica tampoco es tan diferente. De hecho, pasar, pasar, no ha pasado nada. Ha sido una simple manifestación democrática. Aleluya, hermanos, ya lo tenemos. Podemos subir la escalera o bajarla, siempre con la ley en la mano. Como no podía ser de otra manera. Después hay quien se extraña, se queja, que el pueblo hable como habla de los leguleyos, de la charlatanería jurídica, que la gente desconfíe de la legalidad política, que la gente tenga ganas de quemar cosas. Cuando la justicia se pone a hacer política, cuando los profesionales del derecho no se declaran incompetentes en materia política, merecen, como mínimo, un buen chaparrón. Y que nos riamos en su cara. Amén.