Después de dar tantas vueltas, ya volvemos a estar donde siempre hemos estado, dos grandes partidos independentistas simétricamente enfrentados, el Yin y el Yang, Caín y Abel, solteros contra casados, las dos hermanas siamesas peleándose eternamente en el lodazal catalán. Y luego, imprescindibles para la mayoría del Parlament, espectrales, están los amigos de la CUP con su histórica papelera, los diputados más separatistas de todos, porque no sólo quieren sacudirse España de encima, o la economía de mercado, también están divorciados de los otros independentistas. Uy, no me toques que me manchas, serás looser. Si la CUP interviniera en la conformación de una mayoría parlamentaria independentista podría hacer aún mejores aportaciones. De las que quedan para la historia. Si se esfuerzan pueden conducir la discordia separatista hasta el enfrentamiento supremo. Nos moriríamos todos, de acuerdo, pero nos moriríamos harto satisfechos. Y se habría acabado el proceso de una puñetera vez. Siguiendo el ejemplo familiar de entrematarse entre entreparientes, la CUP podría enseñar a ERC y a Junts per Catalunya que dejen de pelearse por el poder, que es un motivo demasiado obvio y sobado. Que, a partir de ahora, lo hagan sólo por los ideales como entre Poble Lliure y Arran, que se despedacen todo lo que puedan, que suelten toda la rabia en su adversario. Ya que, después de tirar a Artur Mas a la papelera de la historia, ¿por qué no hacerlo, ahora y aquí, con el país entero? Dejaríamos de repente, por el mismo precio, de ser españoles pero también de contaminar. Y de ser sexistas. Si nos muriéramos todos los catalanes de golpe sería una jugada maestra, una treta que no se lo esperan en Madrid. Internacionalmente quedaría claro que somos muy víctimas, muy numantinos y que tenemos mucha razón. Y que después apareciera, pedagógicamente, la diputada Eulàlia Reguant, vestida de Norma —la de Bellini no, la otra— y que se lo mirara todo con calma, abriendo mucho los ojos, en silencio y, luego, que hiciera el levantamiento del cadáver. De la pobre Catalunya, de la muerta-viva agotada.

La CUP prefiere votar a favor de Esquerra y de Junts por chantaje moral y no por responsabilidad política. Le gusta mucho hacer de Séptimo de caballería, aparecer en el último momento, porque Vox y los socialistas no nos aplasten a todos, pero sólo en el último momento, porque son buenas personas, nos perdonan la vida, pero sin mezclarse demasiado con los otros independentistas. Porque, de hecho, quieren que quede claro que, los independentistas auténticos, sólo ellos lo son, los nueve diputados de la CUP. Los otros sólo lo simulan, por los votos. Porque los votantes de la CUP saben lo que votan y los otros, en cambio, no se enteran. O sea, que según cómo, según el día, tiene razón Pedro Sánchez y entonces el independentismo no ha ganado con más del cincuenta y uno por ciento, las elecciones. La CUP prefiere criticar duro y hacer grandes proclamas en lugar de exigir a los independentistas apoltronados que trabajen realmente por la independencia, desde el seno de un gobierno claramente independentista. Prefieren los sermones a las convivencias, prefieren los debates teóricos a conseguir desparasitar el cuerpo de los Mossos de Escuadra de nazis. La CUP ante los nazis grita mucho, pero se lavan las manos. ¿O realmente quieren reclamar el Departament de Interior? La CUP siempre prefirió el poder simbólico al real, porque el poder real lo tocas y te pega un calambrazo, oye. Para lograr un entendimiento sólido dicen que Junts podría ceder la presidencia del Parlament a la CUP, y así podría bajar de la montaña al llano. Pero también Esquerra podría ceder la presidencia de la Generalitat a Dolores Sabater para realizar, fraternalmente, las cuatro ambiciosas revoluciones previstas por Pere Aragonés, la revolución social, la feminista, la verde y la democrática. La CUP no debería permitir que los rivales españolistas de Podemos sean más patriotas, más pragmáticos ni que acumulen más experiencia de poder. La CUP podría sentarse en la mesa del Gobierno catalán. Y aunque no alcanzara la presidencia, podría hacer lo que está haciendo Pablo Iglesias en la Moncloa: de presidente del gobierno alternativo.