Un Victor Hugo jovencísimo escribió en su cuaderno escolar la frase que lo resumía todo, la frase que hace entender hasta qué punto un libro puede llegar a serlo todo en esta y en la otra vida. “Ser Chateaubriand o nada”, escribe porque ha leído las Memorias de ultratumba. Lamartine le adora porque ve en él al aristócrata, al mejor hombre, a la leyenda viva, al modelo a seguir, al futuro. Ninguna otra vida parece más rutilante, más plena, ni más ni mejor aprovechada. Cuando en 1836, completamente arruinado, François-René de Chateaubriand vende el voluminoso manuscrito de sus todavía inacabadas Memorias de ultratumba, está ofreciendo la única propiedad que le queda y que, sin embargo, es lo más valioso: su vida vivida, su fama.

La fama de una vida ejemplar, la de un paladín de la libertad, escrita con el entusiasmo de quien sabe que enamora, que es fascinante, incluso con la falsedad, a veces, del hábil seductor, con la ironía del hombre que dispone de cordura y criterio, con el lenguaje de la gran elocuencia, con la alegría interior del individuo desacomplejado. Chateaubriand comienza su libro eterno con el episodio de su presentación en la corte de Luis XVI, vástago de una aristocrática familia, uno de los remotos fundadores de la cual participó en la legendaria cruzada de san Luis. Encontramos el relato de su infancia en el castillo de Combourg, la adolescencia dorada de un muchacho de buena familia, la gran complicidad con su hermana Lucile, compañera de juegos, sueños y melancolías. Y de algo más también, claro, claro que sí, el muy pícaro. Chateubriand será desde muy joven fiel a los principios antiguos de la monarquía pero sin ser nunca un carca y, tras la toma de la Bastilla, decidirá evitar la dictadura del Terror con un fascinante viaje a Estados Unidos, admirable democracia y punta de lanza de la modernidad. Vindicará por toda Europa esa exótica nación poblada de cocodrilos, indios y secuoyas, el Misisipi, las pieles de castor, el jamón de oso o el jarabe de arce. Los viajes serán constantes, frenéticos en la vida de Chateaubriand. Visitará Oriente hasta llegar a Jerusalén, y por toda Europa, Italia, Gran Bretaña, Granada. Siempre, claro, con un febril dinamismo viajero, una de las características de su personalidad caballeresca, una errancia aventurera que se inspira, en el Orlando furioso, la gran inspiración de Cervantes.

A escopetazos Chateaubriand se opondrá a la Revolución francesa y, después de haber sido derrotado, se exiliará a Inglaterra, donde vive la primera de sus grandes historias de seductor, donde se familiarizará con la literatura inglesa y, especialmente, con Lord Byron. Retorna a Francia cuando Napoleón vuelve al poder, al que admirará y adularà hasta 1804, cuando ejecutan al duque de Enghien, un destacado monárquico. Durante la restauración borbónica será un fastuoso embajador —en la legación de Londres su cocinera Montmirel inventará el famoso corte de carne Chateaubriand y el pastel diplomático— e incluso llegará a ser nombrado ministro de Asuntos Exteriores, y por lo tanto responsable de la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis en España. Pronto será apartado del gobierno, despreciado, atacado por sus críticas a la monarquía, al gobierno del rey, porque nunca fue un carca, porque estaba contaminado de americanismo, porque creía de manera insobornable en la democracia. Sí, Chateaubriand descubre que más divina que la monarquía es la democracia, el gobierno del pueblo. Las amantes que tiene no le abandonarán jamás, quizá porque a pesar de ser un hombre menudo siempre las acaba fascinando, como a Madame de Duras, a Pauline de Beaumont, a Delphine de Custine, a Natalie de Noailles, grandes mujeres que le amaron siempre, desmesuradamente. Y por encima de todas, Juliette Récamier, promotora de estas Memorias que hoy se leen como una extraordinaria aventura vital. Morirá abrazado a su amada en 1848. Hoy quisiera haber vuelto a visitar su tumba de granito azul, en el islote del Grand Bé, en la costa bretona. Es muy impresionante, como la epopeya de su vida escrita. Las olas la golpean con fuerza, con poderosa insistencia, con una fuerza casi literaria.