Había una vez una discípula de Dios que se dedicaba a seleccionar a niños inocentes para ser violados por curas pedófilos. Una pobre monja que sabiéndose descubierta recorrió más de 1.000 kilómetros y se mantuvo prófuga durante un mes. Una humilde religiosa que cuando fue detenida no quiso quitarse los hábitos, pues entrar en el juzgado con las faldas la convertía casi en mártir.

La monja pedófila se llama Kosaka Kumiko, japonesa que llegó a Argentina hace 10 años para  cuidar a niños sordos que residían en el Instituto Provolo de Mendoza. En lugar de eso, les pegaba palizas para comprobar cuál era el más sumiso y, por tanto, más fácilmente violable. Después de los abusos –en los que también llegó a participar– tapaba las heridas con pañales sobre los cuerpos abusados de niños de cinco años.

La monja malvada dice ahora que ella es buena y que quiere a Dios, que ni idea de los abusos, que “soy inocente” que “he entregado mi vida al señor”, y que mirar a la cara de los ahora adolescentes que estaban bajo su cargo es un trago complicado. 

A la Iglesia hay que reprocharle una y mil veces ese silencio cómplice, la mirada de superioridad que vomitan sobre las víctimas cada vez que denuncian un caso

Los abusos sexuales de la Iglesia Católica no acontecen sólo a muchos kilómetros de casa. Aquí sale un escándalo casi cada mes. Uno de los últimos es el de Asunción de Cieza, en Murcia, donde tres monaguillos denunciaron al sacristán de la congregación por abusos continuados entre 1999 y 2003, cuando tenían entre 10 y 13 años. Tocamientos, masturbaciones, eyaculaciones o fotos a cambio de puestos en el altar y excursiones a su casa de la playa. También penetraciones con fuerza. Violaciones sádicas a niños.

No sólo podemos reprocharle a la Iglesia que tenga a algunos criminales en sus filas, como bien podría pasar en cualquier institución, aunque duela mucho más cuando se trata de personas entregadas a Dios y encargadas de dar amor y consuelo a los débiles. Hay que reprocharle una y mil veces ese silencio cómplice, la mirada de superioridad que vomitan sobre las víctimas cada vez que denuncian un caso. El cabecilla de la trama de Argentina había sido ya denunciado en Italia y la Iglesia, lejos de apartarlo de la casa de Dios, lo mandó de vacaciones a la Patagonia. A seguir violando. El Obispo de Murcia sabía de las violaciones por uno de los niños que denunció ante la diócesis de Cartagena-Murcia, pero prefirió marearlo durante años para que el delito prescribiese por lo civil mientras mantenía al pedófilo en su puesto. El primer denunciante se tiene que sumar ahora a la causa como testigo de las otras dos víctimas.

He visto compartida la noticia en muchas partes calificando a la monja de puta. Puta monja, unos. Hija de puta, otros. Pero ojalá fuera puta la monja. Y puta el Sacristán. Y puta también el Obispo de Murcia. Ojalá fueran todos putas. Porque las putas no son malas, y como los niños, son casi siempre las víctimas. Pero hasta el lenguaje se ha pervertido tanto que sin darnos cuenta culpamos siempre a las putas, y ponemos velas a los santos.