Siempre que pienso en Rusia me acuerdo de Miss Melilla 2001 que, preguntada por el embajador de dicho país sobre qué sabía del mismo, contestó que en Rusia había gente maravillosa y algunos cambios en el tema de política. Aquella contestación sirvió para que nos riésemos de Miss Melilla durante años, aunque yo no tengo demasiado claro cuánto sabíamos los demás sobre ese país desde el final de la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín, el último capítulo de Historia Contemporánea de mi libro de Bachillerato.

Si a Miss Melilla le hubiesen preguntado hoy qué sabe de Rusia, seguro que se le ocurre contestar que es el país en que se pueden pegar palizas a mujeres, niños y ancianos bajo el amparo de la ley, el país en que la comunidad homosexual es maltratada y humillada públicamente, donde hay un control férreo de Internet y de las redes sociales, un país en que la desigualdad económica es la mayor del mundo (dos tercios de la riqueza están en manos de multimillonarios), el país en que los enemigos políticos desaparecen misteriosamente y del que Trump se quiere hacer amigo.

Rusia lleva demasiado tiempo pareciéndose a una dictadura y Vladimir Putin comportándose como un déspota de manual

Pero, ¿por qué sabemos tanto de Rusia últimamente? Prácticamente no hay semana en que no salga alguna noticia escandalosa sobre Rusia y sus múltiples violaciones de los derechos humanos. Cuando masacraban Chechenia y, más recientemente, conseguían la anexión de Crimea, no hubo tanto revuelo. Las redes sociales, expertas en difundir teorías conspiranoicas, apuntan ya a una campaña de desprestigio desde los medios occidentales para preparar un posible ataque al gigante ruso. Nos avisan de que se está allanando el terreno para convertir a los rusos en malos y tener vía libre para justificar futuras agresiones y bloqueos al país. O mucho nos toman el pelo, o las noticias, que se han publicado hasta en los medios de comunicación más progresistas e independientes, son ciertas. Lo raro no es saber de Rusia, lo raro es que hasta hace bien poco no conocíamos mucho más del funcionamiento del gigante vecino que Miss Melilla, a pesar de ser un país con enorme influencia geoestratégica en todo el mundo y con una población que roza los 150 millones de personas.

Rusia lleva demasiado tiempo pareciéndose a una dictadura y Vladimir Putin comportándose como un déspota de manual y un ególatra chalado obsesionado por extender sus fronteras más allá de su imaginación, bajo el silencio cómplice de Occidente y de las Naciones Unidas. Durante las dos décadas que lleva en el poder, Putin sólo dejó de ser presidente cuatro años, para pasar a ser primer ministro. La vigente legislatura lo mantendrá en el poder, al menos, hasta 2018. Durante su último mandato los exiliados políticos no dejaron de crecer.

El buenismo occidental pierde la legitimidad cuando se cuestiona a si mismo criticando regímenes autoritarios

El buenismo occidental pierde la legitimidad cuando se cuestiona a si mismo criticando regímenes autoritarios. Estaría bien preguntar a los homosexuales refugiados en España qué opinan del gobierno ruso, o a los padres de mismo sexo que quieren adoptar niños allí, a los adversarios políticos que intentan ejercer la democracia o a los pocos periodistas que aún tienen el valor de ejercer su profesión de manera más o menos libre en el país.

No temo la supuesta avalancha de las noticias de Rusia, temo la realidad rusa y las consecuencias sobre su población. Temo a Putin igual que temo a Trump, porque estos dos tipos son de verdad y gobiernan un mundo lleno de botones rojos. Temo que nos estén bañando con las noticias esperpénticas sobre el comportamiento del gobierno ruso con la única justificación de advertirnos que, en el fondo, podríamos estar mucho peor. Y temo el vodka con limón, que deja una resaca horrible.