Tras los ajustados resultados de las pasadas elecciones generales, se ha puesto en marcha la maquinaria de negociación política para ver cuál de los dos grandes partidos gobernará en España, gracias a qué apoyos de investidura y, si procede, con qué socios de gobierno. Por una especie de confabulación astral, el partido que lidera la persona más odiada de España, el president Puigdemont, tiene la llave para decidir si mandan unos u otros o, si no manda ninguno de los dos, volver a empezar. De tenérsela jurada hasta las últimas consecuencias a depender de él. Chiripas de la vida que raramente se dan.

Con este episodio, la estéril y ficticia mesa de diálogo para tratar el problema catalán (en realidad, cuatro palmaditas en la espalda y un "vaya, vaya desde luego...") parece que ha caducado. Ahora toca negociar con precios más altos. Aunque, personalmente, la sigo a distancia y como mero observador, hay tres dimensiones de esta negociación que considero interesantes con perspectiva económica. Para personalizarlo y para hacer más fácil la exposición, prosigo el artículo con nombres propios de los actores visibles, Puigdemont, Feijóo y Sánchez, y centrando la atención en la parte de la mesa que tiene la necesidad más urgente, la española.

La primera es ver qué surge de una negociación no entre iguales, sino entre un David y un Goliat, entre un Estado poderoso y uno o dos partidos pequeños que tienen la llave maestra, pero que se sientan a la mesa en una silla bajita. Pero también decisiva, si no se quiere tener que convocar nuevas elecciones (resultado posible y seguramente muy probable) y empezar la batalla de nuevo. Solo hay que tener presente que, aparte de la musculatura de los contendientes, el que tiene más fuerza no negocia pensando que ante sí tiene a un rival político, sino a un enemigo a batir. Vean, si no, los pasos de los Feijóo y Sánchez y compañía para aniquilar a independentistas políticamente y arruinarlos personal y económicamente.

La segunda es el objeto de la negociación. Lo que lo justifica por parte española es muy concreto: obtener luz verde para gobernar España durante cuatro años, que no es poco para quienes se dedican a la política y viven de ella. Y hacerlo con fechas límite, lo que añade, al atributo de importancia, el de urgencia. Sobre la mesa, dos grandes tipos de temas a discutir: los nítidamente políticos y los que (a pesar de pertenecer también a la política) tienen dimensión económica y social.

Plantear la negociación para el futuro, en términos de poner un alto valor al hecho de poseer la llave maestra de la gobernación, parece racional

En la esfera política, demandas de Puigdemont, como amnistía, referéndum, revisión del encaje de Catalunya dentro de España, etcétera, chocan con una pared enfrente. Si en los últimos cuatro años Sánchez ha gobernado pagando a los independentistas con un indulto condicionado (que quizás también habría concedido sin su apoyo), ya da pistas de lo que puede querer y lo que puede hacer los cuatro próximos años. En cualquier caso, la voluntad tanto de Sánchez como de Feijóo es de no hacer ninguna concesión política significativa a los que quieren destruir la unidad de España. Esa es también la voluntad de los poderes fácticos del Estado (alto funcionariado, judicatura, fuerzas de seguridad), que en su caso dinamitarían cualquier gesto que pusiera en peligro el statu quo actual. ¿Recuerdan el Estatut d'Autonomia aprobado en referéndum en 2006?

En el ámbito económico, la historia moderna de las negociaciones de la Generalitat con el Estado tiene siempre el mismo resultado: si son cambios que más tarde o más temprano deben beneficiar a todas las comunidades de régimen común, hablemos de ello. Si no, no hace falta poner el tema encima de la mesa. Eso significa que las propuestas de pacto fiscal, régimen económico parecido al País Vasco, federalismo fiscal, etc. están condenadas al fracaso. En una línea parecida, con respecto a temas relacionados con servicios, lo máximo que puede conceder el Estado es que la Generalitat sea una gestoría del poder político, que, en España, reside en Madrid.

La tercera es el prestigio del Estado en Catalunya. Como negociador puede hacer las promesas que quiera. Como cumplidor de promesas, su desprestigio es absoluto. Las promesas suelen ser un bla, bla, bla, sin garantía alguna de cumplimiento. Mirando la mesa de negociación, sin compromisos firmes, mesurables, auditables y que pasen factura al incumplidor, nada de lo que se diga es de fiar.

En definitiva, negociar sobre la base de un referente como la mesa de diálogo, que ha permitido al Sr. Sánchez gobernar España durante cuatro años prácticamente a cambio de nada, solo mareando la perdiz, parece un negocio político ruinoso. Plantear la negociación para el futuro, en términos de poner un alto valor al hecho de poseer la llave maestra de la gobernación, parece racional. Sin embargo, la animosidad y la persecución real contra el independentismo catalán es tan desmesurada, que se hace difícil pensar que los Sánchez y Feijóo (y sus diputados catalanes, que aplauden lo que proceda) puedan ofrecer nada que interese mínimamente a Puigdemont y a la numerosa parroquia independentista y que fuéramos a nuevas elecciones. En dicho caso, quizás sí que despertaría y volvería a ponerse en evidencia no solo que el conflicto Catalunya-España sigue vivo y que continuará. A saber si de ello no resultaría, también, que el independentismo aún fuera más determinante que ahora.