A pesar de las plegarias de la ANC y Òmnium para multiplicar los animales bípedos de la tribu y así llenar como por arte de magia las avenidas de la patria, ni las manis descentralizadas ni la contabilidad más creativa made in TV3 podrán disimular el estrepitoso fracaso de participación del próximo 11 de setiembre. Lejos de ser una mala noticia, que los independentistas olviden desplegar la estelada en el balcón de sus viviendas y cambien la movilización por el vermú implica que, por fortuna, cada día existe más gente dispuesta a quedarse en casa sin renunciar a sus convicciones, contenta de no tragarse los continuos chantajes emocionales de los líderes soberanistas catalanes. La política, recuerda Foucault, es un arte que se cuece en los interiores y la parsimonia de un secesionista en casa, fatigado de la enésima jornada histórica anual y de vivir en el perpetuo ya-casi-lo-tenemos, será la mejor fotografía de este tórrido final de verano.

Podemos burlarnos hasta la náusea de la parálisis política española, causada por el empecinamiento de PP y PSOE en no aceptar un referéndum sobre la independencia de Catalunya. Pero la mofa (necesaria y terapéutica) del bloqueo en la maquinaria burocrática estatal –que no impide continuar enchufando a antiguos ministros amiguetes en cargos de relevancia planetaria– no debería hacernos olvidar que los líderes catalanes han empezado sólo muy recientemente a asumir la necesidad de un referéndum para desbloquear para siempre el Procés y autodeterminarse de facto prometiendo que se aplicará el veredicto resultante de las urnas. Muchos votantes independentistas ya no se tragan la canción de unos partidos que se jactan de aprobar a diario complejísimas estructuras de Estado como la hacienda o los cuerpos de seguridad pero que encuentran mil y una objeciones técnicas a la celebración de un referéndum para dar voz al pueblo.

La Diada será un fracaso prodigioso porque mostrará a los políticos independentistas que sus electores, a quienes hace bien poco se había prometido el voto de tu vida, están hartos de tanta poesía y gesticulación. Que los secesionistas de la tribu confíen más en la independencia y menos en los partidos que vehicularían su aplicación, como mostraba el CEO de julio, es la prueba más palmaria de que el independentismo empieza a tener masa crítica. Que Ada Colau y Artur Mas, dos de los últimos federalistas que quedan en España, asistan a la manifestación de la Diada es la prueba del algodón de su carácter absolutamente inofensivo. El independentismo ve injusta la posible inhabilitación de Carme Forcadell y se indigna con razón cuando piensa en las charlas putrefactas del ministro Fernández Díaz, pero ahora el enfado también se ve acompañado de exigencia práctica para con los propios políticos y el eterno retorno del quejica.

El referéndum no sólo es necesario porque no existe idea más clara y distinta que equiparar una persona a un voto, sino porque la democracia directa es la única forma de ahuyentar una votación sobre la independencia de los intereses mezquinos de los partidos políticos, así como el único instrumento para obligar a escépticos y comunes a escoger entre dar voz al pueblo de Catalunya o a la policía española. La Diada será un fracaso prodigioso porque sacará a relucir que no existe farsa más delirante que no saber muy bien por qué diantre te manifiestas. Afortunadamente, el president Puigdemont ya tiene el referéndum metido en la sesera y, contra aquello con lo que presionan los convergentes, ya ha entendido que la CUP es un aliado y no un enemigo. Estamos más cerca de votar y empezamos a alejarnos de la repetición de grandes gestas de apariencia heroica y movilizaciones sin cafeína. Setiembre, un tiempo de rutina y de ilusiones que se esfuman en pocos días, no podría haber empezado mejor.